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jueves, 31 de enero de 2013

El sillón orejero


Pasó la vida dedicado a sacar adelante a la familia y también a mantener la decisión de trasladarse a la ciudad, aunque sólo fuese por orgullo. Diferentes trabajos siempre centrados en su físico. Repartidor, vigilante, agricultor. Todos ellos los realizó con desencanto, como quien soporta el peso de la lluvia por no tener con qué protegerse. Abandonó el pueblo por la misma razón, el desencanto con una vida que, más allá de unos chatos de vino, no le aportaba nada. Trabajos aburridos y mal remunerados con personas inanimadas ocupándolos. Desidia, hartazgo y abatimiento le acompañaban casi a diario. Siendo ese el sentimiento que tenía hacia el trabajo se hace difícil entender por qué se presentaba voluntario cada vez que había que doblar un turno o acudir el fin de semana a echar una mano. Puede que la razón la tuviese en casa, en ese sillón orejero que le envolvía cada vez que atravesaba el zaguán. Dar un par de vueltas a la llave y sentarse en la butaca era todo uno. Allí no tenía noción del tiempo -esa herramienta diseñada para la tortura de los humanos- ni del espacio. Se trataba de unas coordenadas espaciales en las que la relatividad pinchaba dolorosamente a los tímpanos. Frente al sillón había un televisor -no siempre el mismo- permanentemente encendido. La nariz aguileña se adueñaba de todo el rostro y enfocaba siempre al centro de una pantalla cada vez más grande. Era difícil mirarle sin sentirse agarrado por ese garfio. El pelo, áspero como la ceniza y de un tono que no alcanzaba a ser blanquecino, ocupaba la totalidad de la cabeza. Las orejas con los años habían hecho uso de la dinámica newtoniana y los lóbulos se descolgaban aparatosamente junto a unas pobladas patillas que intentaban disimular esa crueldad física. El gesto derrotado perfilaba la boca, con las comisuras señalando hacia unos hombros también vencidos. Una aureola de grasa tras su cabeza lustraba el sillón, cambiando su tono que pasaba de beige a gris gradualmente. Pero a todo eso te acostumbrabas; lo realmente complicado era permanecer a su lado intentando seguir el hilo de su deshilachada conversación, de su desgraciada vida. El tono grave y la ausencia de entonación no ayudaban a mantener el interés, si es que alguna vez lo hubo, de una conversación casi tediosa. Así que no es de extrañar que nadie se diese cuenta de lo que ocurrió. Ni su mujer, ni sus hijos, ni yo tampoco. Intentaron convencernos de que se había marchado, que había huido -razones no le faltaban, y antecedentes tampoco-, pero lo que allí sucedió fue bien distinto. Yo debería haberlo imaginado; un padre siempre intuye aquello que le ocurre a sus hijos, pero desde que su madre nos había abandonado mi presencia era bastante fantasmal. Desde el primer momento supe que la desaparición estaba relacionada directamente con el sillón orejero, pero tuve miedo de verbalizar mis teorías. Ahora todo es distinto. Puedo contar aquello que entonces silencié, pero únicamente queda como anotaciones en la libreta de un psiquiatra y acabará en cualquier estantería de este hospital. No me permiten escribir, quizá tienen miedo de que me lastime, por esa razón repito la historia, en voz alta, constantemente. Me niego a reconocer a esos visitantes como mi familia. Lo único que me queda es la memoria. El recuerdo de mi mujer, de mi hijo, del pueblo. Del sillón orejero, que en este momento estará engullendo a alguien.

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