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jueves, 27 de diciembre de 2012

Lluvia en el mar


Miraba de reojo, ladeaba el tronco intentando acercar la cabeza, como si de esta forma fuese a calmar la ansiedad. Hacía mucho tiempo que no se creía nada de lo que le decía Rosa. Todo lo que ella le explicaba le parecían excusas. Los injustificados retrasos, las sonrisas cada vez que tenía el móvil entre las manos y ese permanente olor a recién duchada habían llegado a desquiciarle. Con gusto le hubiese abofeteado cuando dejaba escapar una carcajada espontánea, pero era un cobarde. Ya no recordaba la última vez que se rieron juntos. No deseaba conocer la verdad, aunque tampoco quería seguir con las taquicardias y ese maldito ardor de estomago que hacia que su boca apestase; un hedor fétido que, incluso él, no soportaba. No podía seguir así; necesitaba una solución. Un intencionado susurro tapándose la boca sin ningún disimulo terminó por hartarle. Se levantó del sofá lanzándole una mirada cargada de odio que rodó como una pesada pelota de goma por delante de ella sin que se diera cuenta. Tampoco él se apercibió de su indiferencia. Cruzó la carretera y caminó por la arena hasta llegar a la orilla. Pensó que la lluvia que le golpeaba el cuerpo sin compasión no tenía importancia. Y no la hubiera tenido de no ser uno de enero. Se sentó sobre una piedra y recibió los restos de la explosión de las olas contra la escollera. Todo transcurría enlentecido. Extendió las manos con las palmas abiertas hacia el cielo. Podía diferenciar cada una de las gotas aplastándose entrópicamente contra las extremidades. Estaba demasiado cansado. No recordaba cuantas noches llevaba sin dormir. Esos malditos dolores de cabeza que el médico insistía en ignorar. Tampoco ella le creía, y más desde que él había abandonado el trabajo porque todos le acosaban. Desde entonces pasaba el día deambulando por casa, registrando todos los cajones y armarios en los que Rosa guardaba sus cosas. La situación, para ella, se había convertido en asfixiante. Se levantó y tuvo el deseo de caminar catastróficamente sobre el manto de agua salada que se iluminaba con cada relámpago. Sin saber cómo se descubrió nuevamente en la orilla; por lógica desechó la idea de la levitación. Desconocía el tiempo que había transcurrido. Pero qué es el tiempo, pensó. Volvió pesaroso y se asomó discretamente por la ventana. No quería ser descubierto. Esperaba ver a Rosa preocupada por su desaparición, pero ella estaba tumbada en el sofá, hablando por el móvil. La maldita sonrisa se había desdibujado dando paso a una mirada melancólica. Estaba mirando hacia la ventana, pero no parecía verle. Sintió el impulso de castigarla. Sin ninguna explicación. De la peor de las formas, la más dolorosa. El silencio. Y no sólo eso, también la desaparición. Había dejado de llover. Puede que todavía no le echase de menos, pero lo haría. Pasó la noche en el garaje, tumbado en el asiento de su Renault. Se despertó al escuchar el ruido de la puerta. Su ropa todavía se encontraba algo húmeda. Cuando la vio aparecer por allí una idea punzante se le metió en la cabeza: era demasiado hermosa para merecerla. No parecía preocupada. El olor de su piel se filtró por la rendija de la ventanilla y de la misma forma desapareció. Tenía todo el día por delante para pensar qué hacer. Decidió sustituir el café por un whisky. Animado por los efectos del alcohol registró, nuevamente, todos los armarios de Rosa en busca de alguna prueba. Guardó en el bolsillo unas bragas rojas de seda después de acercárselas a la cara y olerlas. Únicamente le faltaba coger una cosa antes de salir corriendo; ella no se daría cuenta de que faltaba una foto del álbum de la boda. Necesitaba instalarse en algún lugar próximo para poder vigilarla. El sótano era el sitio perfecto. Ella nunca entraba. En un principio pensaron utilizarlo como bodega, pero ninguna botella de vino en sus manos duraba lo suficiente como para ser almacenada. El único problema era la humedad, aunque pensó que no serían muchos días. Todo era acostumbrarse. Cuando escuchó la puerta del garaje supo que ella había regresado. La sonrisa, ¿perduraría la sonrisa? En cuanto se diese cuenta que se había quedado sola cambiaría ese ridículo gesto. Puede que entonces todo resultase distinto. No pareció afligirse por su ausencia; más bien todo lo contrario. Cada día repitió la misma rutina. Esperó todas las noches que Rosa apareciese acompañada por la policía, pero con el paso de las semanas hasta él mismo olvidó por qué razón permanecía escondido en ese frío sótano, por qué la vigilaba constantemente. La humedad de esa habitación cerrada había conseguido entumecer cada uno de sus huesos lo que le hacía andar encorvado. Había desaparecido y nadie parecía notarlo. Cualquier día descubriría que no existía. Para no llegar a ese extremo decidió dejar pistas, leves actuaciones sobre la existencia de Rosa. Igual doblaba y guardaba una camisa olvidada sobre una silla como quitaba los pelos del desagüe de la bañera. Estas costumbres fueron dándole sentido a la desaparición. En ocasiones se acababa el café que ella olvidaba sobre el banco de la cocina, o tiraba a la basura los yogures caducados de la nevera. Nunca tuvo la sensación de que ella notase estas pequeñas intrusiones en su cotidianidad, así que fue aumentando el ámbito de esas pequeñas modificaciones. Limpiaba los zapatos de Rosa, pasaba el cepillo por sus trajes para eliminar los pelos y comprobar su procedencia. Cambiaba las sábanas cada semana y conectaba la calefacción media hora antes de que regresase. Ella parecía agradecer estos detalles sonriendo cada vez que detectaba un cambio. Cuando la rutina parecía dar un sentido a su vida todo se estropeó. Comenzó con una molesta tos que no podía controlar. Pensaba que en cualquier momento sería descubierto. Rosa se presentaría una mañana en la bodega y le diría que ya podía largarse de una vez. Posteriormente el dolor en el pecho y la dificultad para respirar. Enseguida comprendió que había cogido una pulmonía. Se encontraba tan debilitado y con tanta fiebre que pensó que no pasaría la noche. En otro arranque de cobardía se puso a rezar prometiendo todo aquello que se le pasó por la cabeza. En cuanto le bajó la temperatura se carcajeó recordando todo lo que había prometido. Mentiras. Estaba convencido de que ella habría reconsiderado la situación. De no ser así por qué razón no había denunciado su desaparición, o por qué sonreía cada vez que detectaba la taza del desayuno limpia. Esto le dio seguridad para entrar en la habitación de Rosa mientras ella dormía y coger una caja de antibiótico y algo que le quitara el dolor de cabeza. Sintió que le acompañaba un aura espectral, casi angelical. Él era un enviado. El elegido. La observó durmiendo en la cama, acurrucada. Se tumbó junto a ella con la certeza de que ya nunca sería descubierto.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Un caso muy real (II)


Volvió a pasar y ya van dos. El ayuntamiento está de suerte, nosotros también. Nuevamente se cayó un techo en el colegio Luis Vives; nuevamente ocurrió por la noche. Cómo es posible que, después de realizar una inspección profunda tras el primer derrumbe, haya vuelto a ocurrir. Quién es el responsable. Qué se puede hacer, nos preguntamos los padres. Todos los martes cortamos la calle Cuenca; protestamos, junto a nuestros hijos, por una educación ya no digna si no segura. Las aulas se van precintando conforme la escayola cubre los pupitres, ahora el baño se encuentra también cubierto de placas y polvo blanco. Mientras esto ocurre los políticos siguen engordando sus posaderas reposadas en los mullidos asientos de esos despachos que creen suyos. Con solo imaginar que la sufrida estadística hubiese jugado sus cartas de otra forma me pongo a temblar. Qué no hubiese hecho un padre si el resultado del desplome hubiese acabado de otra forma que no es necesario que se explique. Quién hubiese contenido su ira ante el político que, esta vez sí, acudiría con su afligido gesto a ser fotografiado mientras declara las inmediatas intenciones del organismo al que representa. Creo que olvidan que no representan un organismo si no a los ciudadanos. Y son estas últimas palabras las que más vértigo me dan: representan a los ciudadanos. Así que mi pregunta podría haber sido otra: ¿qué clase de ciudadanos somos?

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Le podría pasar a cualquiera


Sentía una necesidad irrefrenable de salir huyendo. Dejarlo todo; sin despedidas ni equipajes. Abandonar toda actividad conocida. Dejar que fuese la propia huida la que alcanzase el destino último. Quizá pueda parecer increíble. Alguien andando cabizbajo hacia ninguna parte. Ignorando consciente el horizonte. Sin miradas ni aspiraciones. Con la única ambición de llegar no muy lejos. Se habrá dado cuenta el lector que podría tratarse tanto de la primera como de la tercera persona. En este punto del relato todavía no me encuentro identificado con el personaje, pero tampoco siento animadversión hacia él. Decidiré esta cuestión más tarde. Nadie iría a la estación de trenes, robaría una despedida a cualquier chica que se encontrase en el andén agitando la mano con la mejor de las sonrisas. También saludaría desde la ventana, incluso gritaría un te quiero que sería escuchado por todos los compañeros de vagón. Note el lector que ahora ya se encuentra tentado de elegir la tercera persona, incluso siente la necesidad de seleccionar el género masculino. Nada está decidido. El tren comenzaría a moverse, no con la misma rapidez ni sonoridad que los de antaño. Su sonido recuerda más bien a un insecto de titanio que a un hipopótamo resoplando. Asomarse a la ventana, eso es algo que todo el mundo hace para evitar las miradas escrutadoras, lo haría sin dudar ni un instante. Observaría los muros que separan el camino de railes de la civilización, por llamarlo de alguna forma, y sus pintadas reivindicativas y revolucionarias. Los barrios suburbiales por los que discurre el convoy. Las huertas con una caravana a modo de caseta de aperos. Las putas, allá a lo lejos. Los primeros pueblos, tan próximos a la ciudad que han acabado por perder su identidad. Bajarse en la primera estación desconocida es lo que tenía pensado antes de subir en el tren. Confiaría en que no pasase ningún revisor; no había sacado billete. No puede alguien escapar de sí mismo con un destino fijado. En el caso de que fuera descubierta la trampa siempre podría intentar convencer al inspector con cualquier tipo de argucia, cualquier tipo, digo. Es aquí donde el engaño puede jugar una mala pasada y creer que tiene la corazonada de que se trata de la tercera persona del femenino. ¿Está seguro? Andaría por las calles de esa desconocida localidad sin más compañía que los atormentados pensamientos. Desear un café, eso vale para él, para ella y para mí. Lo tomaría en el primer bar que encontrara. Pediría un café sólo al camarero y lo bebería de un sorbo que abrasara todo el paladar. Así es como nos gusta el café a los tres, luego no lo puede utilizar como pista. Y a partir de este punto qué. Dónde llevo al personaje, porque todavía no he conseguido meterme en su piel. No tenía nada, el último euro del bolsillo lo había depositado sobre la barra sin preguntar cuánto era. Trabajo no iba a conseguir, demasiado tiempo buscando para nada. Dinero tampoco, sin trabajo no hay dinero. Caminaría hacia el centro. Allí suele estar la iglesia. Antes era fácil conseguir unas monedas al finalizar la misa. Con suerte para un bocadillo. Buscaría cartones porque la noche podía ser fría. Y un lugar, un sitio para poder dormir sin que nadie molestase. Ya llega a su fin el relato, lector, y sigo sin definirme. Puede pensar que ha sido un engaño, o un truco, o un recurso, o que simplemente le podría pasar a cualquiera.

domingo, 9 de diciembre de 2012

El Nada

He leído que la casualidad no existe. Entonces aquello fue merecido. No tuvo nada que ver con el azar, me pregunto. Durante muchos años me consideré un desafortunado, y no porque me ocurriese a mí, más bien por la crueldad de las matemáticas. De la estadística. Horas pasé calculando, gracias a mi formación científica, la probabilidad de que un hecho tan raro se presentase frente a mis narices sin posibilidad de esquivarlo. Conforme iba añadiendo más datos y condicionantes disminuía el porcentaje. Y yo, cada vez, estaba más sumido en un ilógico desconcierto. No entendía nada. Desde ese momento me he preguntado cada día el porqué. Inexplicable; esa es la única justificación que he encontrado. No me ha dado ninguna paz el saber que nada podría haber hecho para evitarlo. Nunca dependió de mí, así que tampoco debería haberme influido tanto, pero lo hizo. Es de esas situaciones que una vez ocurridas no parecen tan importantes. Van ganando peso conforme se van asentando en su propia existencia. Ganan, como la sabiduría en las personas, una presencia más visible con el paso del tiempo. Me sentía frustrado por no ser capaz de dominar la situación. Desde el instante en que ocurrió hasta hoy, esta frase queda marcada con un sello imperecedero por el propio lector, he indagado en la forma de evitar, por lo menos, las consecuencias. Mi vida, de repente, carecía de sentido. Cada noche despertaba asustado, entre sábanas de cartón mojadas. Delirios, que me acercaban a un misticismo del que carecía, convertidos en una sensación diaria a la que tuve que acostumbrarme. Quizá si hubiese averiguado el mecanismo del olvido. Puede que ahí residiese la clave, pero eso soy capaz de entenderlo ahora, no entonces. El camino que elegí fue otro, uno mucho más tortuoso. El del desconsuelo, la desesperación, demasiado próximo a la locura. También la soledad. Una vez asumida mi condición de desafortunado todo se precipitó, igual que la luz lo hace atrapada en las fauces de un agujero negro. Negritud era lo que tenía y, a la vez, temía. Abandoné mi casa, eso todavía lo recuerdo. Después el vacío. Y cada noche el recuerdo de ese día. Cada paso inseguro sobre el árido cemento era un retroceso. Una hora más en la calle una batalla perdida en la lucha por el olvido. No sé cuanto tiempo pasó, pero todo seguía igual. La vuelta a casa se produjo del mismo modo que la salida, sin explicación. Descubrí que estaba, nuevamente, durmiendo entre algodón africano, de ese que recogen manos sedosas de niño. Nadie me esperaba; debería haber alguien haciéndolo, pensé. No podía seguir así. No recordaba qué era de mi vida antes del acontecimiento, quizá ya estaba solo. Puede que tampoco fuese el desencadenante de nada. Incluso cabría la posibilidad de que yo siempre hubiese sido el centro del problema. Nada, eso es lo único que he sido capaz de concluir después de tanto análisis. Nada más que nada. Y ahora, llegados a este punto, estaréis esperando que finalmente desvele qué ocurrió, pero nada más alejado de sus intenciones. He intentado durante todo el relato hacerlo, pero continuamente se me escurría. Cuando lo tenía en la punta afilada de la pluma se retraía cual anélido. Demasiados años lleva dominando mi vida como para permitir que me lo quite de encima con una estrategia tan utilizada y poco imaginativa como la de un cuento.

lunes, 3 de diciembre de 2012

21-12-2012 (Noche en el club)


Las nubes negras y abultadas amenazaban con desparramarse sobre su cabeza; demasiado cerca, debió pensar cuando silbó a los animales para que le siguieran. Apresuró sus pasos cuando las primeras gotas comenzaban a rebotar contra la tierra y las piedras desprendiendo un intenso aroma a metal en la lengua. Las botas de piel y la chaqueta mimetizada, que todavía mantenía desde que hizo la mili en la capital, se empaparon en unos segundos. Pensó que algo tenía que haber ocurrido con el sol porque no era normal semejante oscuridad. Y esas manchas que hace tiempo se observaban sobre su superficie no podían presagiar nada bueno. En el pueblo debían saber algo, él no porque era muy burro, pero en el pueblo sí- pensaba a la vez que arrojaba piedras a las ovejas para que se apresurasen. Pasar la noche en el refugio ya no le parecía tan buena idea, aunque los animales estaban demasiado nerviosos para seguirle hasta el pueblo. Las encerró como pudo en la pequeña habitación sin importarle que fuesen a destrozarlo todo.


Conocía el camino de memoria, así que no le importó que no hubiese luz. Intentaba buscar una explicación, pero no había forma de que sus pensamientos se ordenasen lógicamente. Algo raro había ocurrido y alguien allí abajo debía saber algo; algún canal de televisión relataría el acontecimiento. No conseguía avanzar más allá de ese pensamiento. Constantemente buscaba una explicación en el cielo desviando su mirada hacia arriba. El sonido de los truenos le perforaba los tímpanos. Las descargas eléctricas no conseguían que se iluminara la senda; las nubes, debajo, eran demasiado espesas. Intentaba enfocar por encima de éstas juntando los párpados. Le pareció que tras esa densa negritud se prendía una intensa llamarada naranja, como si el cielo estuviese ardiendo. Menuda noche me espera- pensó. Tenía el frío agarrado a los huesos. Le dolía la espalda; y el cuello, justo debajo de la cabeza, le daba pinchazos. En el pueblo se tomaría un sobrecito de esos que le había aconsejado el doctor para las migrañas de su madre. Tenía ganas de llegar. Su madre sabría algo porque siempre estaba frente a esa maldita caja negra. Él no le hacía mucho caso cuando hablaba, pero intentaba recordar algo que le había dicho unas semanas atrás. Algo que le había contado con su característico tono melindroso. En el club también había escuchado algo parecido, pero él allí iba a lo que iba, y estaba harto de que siempre intentaran tomarle el pelo, así que nunca les prestaba atención ni se metía en las conversaciones de los otros clientes. Ellas no le hablaban, únicamente reían y fingían, pero le daba igual. Con ellas era distinto, no le molestaba su indiferencia. El club le pillaba de camino. Entraría. Jennifer le contaría qué estaba ocurriendo, si es que lo sabía. En la barra había un par de clientes acodados y con unos whiskys en las manos. En el sofá del fondo Lola acariciaba a un joven que sonreía enamorado. Buscó a Jenny por la sala pero no la vio. Se acercó a la barra dejando un charco de agua debajo de él. La temperatura elevada en el local, para que las chicas llevasen poca ropa, no evitó que se quedase aterido sobre el taburete. Al mismo tiempo que ella bajaba las escaleras un estruendo hizo temblar las botellas de licor. Las bombillas parpadearon acobardadas. Un segundo estallido les dejó definitivamente a oscuras. El ruido de un vaso estrellándose contra el suelo provocó que sonara un grito desde el sofá. Él, instintivamente, se levantó del taburete y se acercó rápidamente a la escalera, cogió a Jenny de la mano y le hizo subir los escalones con la seguridad de saber lo que estaba haciendo. Ella le reconoció al instante. Entraron en la primera habitación. A tientas se acercaron a la cama y se sentaron. Jennifer le acarició el cuello susurrándole unas palabras que él no entendió. La lluvia golpeaba con fuerza sobre la ventana anunciando un desastre inminente. Se acercó al cristal y puso la mano sobre él. Estaba helado. Notaba en los dedos cada una de las gotas como si fuesen alfileres. Abrió la ventana y un fuerte golpe de viento le empujó contra la cama. Le preguntó a Jenny qué ocurría. Ella rió, quizá debido a los nervios, lo que provocó que él reaccionase con ira. Le apretó el cuello con las dos manos amenazándole con matarla si seguía riéndose. Se lo volvió a preguntar. No lo sé, fueron sus únicas palabras. Un destello de luz hizo que dejase de preocuparse por ella y se acercase nuevamente a la ventana. Las nubes se habían abierto para permitir el paso de una bola luminosa que se acercaba desde el cielo. El final- dijo ella desde la cama- es el final. La bola parecía que iba directa hacia la ventana, cada vez más grande, más brillante. Se reflejaba en la alfombra blanca de granizo que cubría el suelo. Recordó que esas también fueron las palabras que había mencionado su madre. Idénticas a las que habían comentado los clientes del club. En el pueblo también se habrían quedado sin luz. Su madre, asustada y preocupada, estaría esperando a que él llegase. Jenny permanecía acurrucada en silencio tapada con el edredón. Se marchó de la habitación diciéndole que cada uno tenia que hacer su parte, colaborar en su justa medida. Cumplir con su cometido. No sabia muy bien de dónde había sacado esas frases, pero en ese momento le parecieron muy importantes, de una trascendencia mesiánica. Pensaba que lo más importante era tomar una decisión. Bajó las escaleras. La lluvia y el viento habían cesado y una temperatura extrañamente cálida le recibió en la puerta del club. Era como si el local se encontrase en el vórtice de un gran tornado. A la derecha el pueblo, a la izquierda las montañas. La bola deslumbraba con sólo alzar la vista. El granizo se había evaporado, no quedaba ningún resto de humedad que delatase el diluvio recibido. Dio unos pasos viscosos sobre el asfalto que comenzaba a fundirse. El brillo de la luna había sido eclipsado por la enorme masa ardiente pasando a su lado. Una claridad anaranjada hacía pensar que las montañas estaban incandescentes. Abajo su madre, arriba las ovejas. El final profetizado; parecía ridículo pensar que algo así pudiese estar ocurriendo. Su madre estaría muerta de miedo. El perro aullaría hasta quedar afónico. Las ovejas, nerviosas, no darían ni un litro de leche al día siguiente. Decidió recorrer nuevamente la senda que llegaba hasta el refugio. Los pies no le obedecían; el alquitrán abrasaba sus tobillos. Se desató los cordones y de un salto puso los pies en la tierra, menos ardiente que el manto negro que comenzaba a burbujear. A su espalda la pared del club oscilaba de un lado a otro. En la ventana, Jennifer, con una mano sobre los ojos, observaba cómo se alejaba sin tan siquiera darse la vuelta una sola vez.

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