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domingo, 6 de enero de 2013

Desenlace


Su despedida no fue lo más doloroso, verla empequeñecerse en la lejanía sí; descubrir que, aunque el barco no resoplara enfurecido como una ballena, la melancolía se apoderaba de mí fue angustioso más que doloroso. Su adiós no importaba tanto, podía haber otras, quizás no como ella, pero otras,en todo caso, que podrían suplirla sin que notase su ausencia. Tampoco sé porque la acompañé, puede que quisiese comprobar por mí mismo que el dolor que me producía su abandono se empequeñecía junto al mar. Inventé una niebla que difuminara los recuerdos, los buenos y los malos. No había causas, sólo yo era la razón. Y esas microscópicas partículas de agua flotante cumplieron su cometido. Su imagen ha desaparecido del recuerdo, únicamente queda el puerto en blanco y negro y su olor a manzana madura.

Sentado, siempre sentado en este último trono, esperando un final que ya no me impresiona tanto, pese a que hubo un momento en el que sí lo hizo; no estamos preparados para aceptar nuestra propia desaparición, como especie -quiero decir-, la muerte de uno mismo no es un hecho tan importante, la de una especie sí, o debería serlo; tendríamos que estar sentados aguardando la inevitable destrucción en lugar de jugar a despejar la incógnita de esta ecuación irresoluble que es la supervivencia, una supervivencia que no nos merecemos, que cuanto más cerca la tenemos más la despreciamos, una supervivencia que ni tan siquiera está al alcance de los dioses; también ellos se evaporarán con nuestra desaparición, lo que, por otra parte, pone de manifiesto el carácter etéreo de la inmortalidad. La magnitud de un acontecimiento de estas características es como para echarse a temblar. Lo raro es que sea yo el único que así lo percibe. Cada día sentado en el mismo sillón de mimbre, que marca sus hebras en mi piel, deseando que llegue la hora. Cada noche con la necesidad de ingerir química que me permita dormir y olvidar que tampoco ese va a ser el día. Y rezar, sí. No sería justo, de ahí mis plegarias para que no se produzca la intervención divina, para que se mantenga al margen. Le digo -quédate ahí, no intervengas, allí donde lo haces se producen injusticias- No sé si vale para algo, pero cada mañana descubro que existo, que todavía tengo la posibilidad de ser el espectador privilegiado de esta obra de teatro. Y me digo -bien, hoy es el día- Todos los segundos son el día, los relojes muertos y el tiempo en mis manos. La silla en el porche, frente al columpio que cuelga del manzano. Observo cómo florece, cómo maduran sus frutos y caen al suelo donde se pudren ayudados por la humedad y los gusanos. Miro cómo llueve, escucho el sonido de la tierra seca sorbiendo las lágrimas de lluvia como una sopa de aleta de tiburón. Siempre creo que cada uno de los instantes son el momento adecuado para que ocurra. Es por eso que sé que estoy preparado.

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