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viernes, 30 de marzo de 2012

El tío tripacoco





Le cuesta bastante dormir. Yo le miro desde mi cama. Más bien no duerme nada. Pasa toda la noche cambiando lentamente de posición y quejándose. Sin necesidad de ningún despertador todos los días se levanta de su cama a las ocho de la mañana. Durante unos difusos sesenta minutos no deja de hablar repitiendo siempre las mismas historias. Al principio no creía ni una palabra de lo que decía, pero a fuerza de escucharlo todos los días he llegado a pensar que es más cierto que la vida misma. Quiere que le llame el tío tripacoco. A mí me costaba mucho pronunciar ese nombre. Ahora ya no. Él es el tío tripacoco. No me deja ayudarle a incorporarse para coger el andador -el día que no pueda valerme por mí mismo acabaré con esto- me dice cada vez que le intento echar una mano. Muchos días maldigo el momento en el que acepté venir a vivir con un anciano a cambio de alojamiento. No conozco su nombre, siempre se ha negado a decirme cómo se llama. Creo que de tanto usar el apodo él mismo piensa que es su verdadero nombre. Tampoco sé las razones por las que se apoda tripacoco. Muchas veces he estado tentado de hurgar en su armario para encontrar información que satisfaga mi curiosidad, pero no lo he hecho. Una vez en la cocina deja que le prepare un café. Es lo único que toma y lo único que me deja hacer. Yo me veo obligado a seguir su austera costumbre por vergüenza y porque la despensa siempre está vacía. Dos cafés sin nada para mojar, excepto algún cacho de pan duro de la cena que por la noche me dejo conscientemente olvidado sobre la mesa. Desearía tener un poco de mantequilla y mermelada para untarlo. Una vez en la calle coge aire sonoramente para disponerse a andar los escasos doscientos metros que nos separan de la plaza. Al llegar hasta el banco, que ocupa junto a sus tres amiguetes, resopla y se deja caer sobre el asiento que lleva incorporado su andador. El asiento del banco está diez centímetros más bajo que el del andador, pero son suficientes para que no se pudiese incorporar. Hablan de la muerte y de enfermedades, todos los días es lo mismo. Son conscientes de ello, incluso reflexionan sobre el cambio de la temática que se ha ido produciendo con los años (ya no hablan de fútbol ni de política, eso lo dejan para otros bancos menos longevos). Sienten cómo la muerte acaricia todas las mañanas sus rostros y lejos de asustarles les produce cosquillas. Yo no puedo alejarme mucho de ellos porque, aunque conozco de memoria todas sus historias, me gusta escucharles. Sus voces graves y cansadas parecen el susurro de Céfiro en primavera. Han olvidado la mayoría de lo que les ha ocurrido, pero algunos retazos perennes se mantienen inalterables en sus cabezas y provocan la sonrisa de los otros como si cada día fuese la primera vez. Su banco es el más próximo al parque infantil, a los columpios y toboganes, y a los niños. El complejo ciclo de la vida les aproxima nuevamente a la infancia. Cada día el tío tripacoco saca unos caramelos de su bolsillo y los reparte entre los niños del parque, desoyendo las palabras de sus madres que les animan a rechazarlos y a alejarse de él. A mí me entristece el comportamiento áspero de las madres, pero el tío tripacoco ya es inmune a todo lo que le rodea. Siempre comemos en el mismo bar un menú por el que no sé cuánto paga. Después de comer lo dejo en ese mismo bar haciendo la partida de cartas con sus amigos y me marcho a la facultad (me resulta gracioso haber vuelto a ella después de diez años sin poner un pie en ningún aula). Cuando llego a casa él ha preparado una sopa clarucha y sin sabor que sorbe ruidosamente y con poco acierto. Un poco de tele mientras yo leo y nos vamos a dormir. Mi cama está junto a la suya porque así lo quiso. Me resultó muy extraño el primer día, deseé abandonar la idea de quedarme con él, pero ya lo había dicho en mi casa y no pensaba echarme atrás. Nada más lejos de mi intención que reconocer ante mis padres un nuevo fracaso. Que pudieran volver a decir que soy inconstante y caprichoso.
Al principio pensé en marcharme de su casa, buscar un piso en alquiler compartido y ponerme a trabajar, pero ahora no podría, nos necesitamos, nos pertenecemos.

lunes, 26 de marzo de 2012

Síndrome de Zelig



Salí a la calle con la misma expresión tonta en la cara y pasmado como todos los días. Era algo que ya se había convertido en rutinario. Hasta yo me había acostumbrado a ver esa ridícula expresión en el espejo. El doctor había dictaminado que padecía el síndrome de Zelig -qué sabia él- me pregunté observando su bata blanca a la vez que le decía que esa enfermedad no existía. Él insistió en que desde que en 1983 se rodara la magnífica película de Woody Allen, que llevaba ese nombre, se habían detectado varios casos en que el paciente tenía una sintomatología similar a la del personaje de Leonard Zelig. Menuda estupidez -pensé nada más ver la película. No recordaba qué datos le había dado al doctor, pero decidí no volver a su consulta. Una vez en la calle me dirigí atolondradamente hasta el café de la esquina. Me acerqué hasta la barra, me senté en un taburete y le pedí al camarero argentino (puede que uruguayo) que me sirviese rápidamente un café. No sé por qué razón le insistí de esa forma porque no tenía ninguna prisa. Él me miró con mala cara y una vez me hubo servido la taza se salió de la barra, con una bandeja repleta de almuerzos, hacia la terraza. Sin dudarlo un instante me incorporé, di un sorbo largo hasta agotar el café y me colé detrás de la barra. Cuando llegó otro cliente le pregunté qué deseaba imitando a la perfección el acento porteño. Le serví, con una práctica que me extrañó a mí mismo, un par de cafés con leche y dos croissants sin dejar de mirar por la cristalera del bar para ver cuándo acababa el encargo el camarero. Salí a toda prisa y me volví a sentar en el taburete sin prestar atención a los dos croissants que se habían quedado un poco alejados de sus propietarios. Con toda naturalidad pasé el brazo por detrás de sus espaldas y se los acerqué un poco aprovechando que el sudamericano estaba girado nuevamente hacia la cafetera. Síndrome de Zelig, menuda estupidez -dije en voz alta para que me oyese el despistado camarero. Éste se giró y otra vez con mal gesto me preguntó si deseaba algo más. ¿No tendrás un poco de mate? - le contesté imitando descaradamente su deje tonal. Me acercó un vaso plateado relleno de yerba mate con una pipa metálica. Cogí el vaso con las dos manos y esperé de pie en la esquina a que volviese a atender a los clientes de la terraza. De nuevo me colé detrás de la barra, ésta vez todavía con más decisión que la anterior. La había hecho mía y no me daba miedo que me viesen usurpando su lugar. Me movía dentro de ella como pez en el agua. Abría todas las cámaras como si fuesen mías. Cuando un par de jóvenes trajeados de idéntica forma me pidieron un par de bocadillos tuve la osadía de caminar quince pasos hasta lo más profundo de la barra y asomarme al ventanuco que comunicaba con la cocina. Una mujer con gafas redondas, estilo Lenon, y pelo recogido en un topete me miró con un gesto enigmático y me dijo: ¿qué será Leonardo? Yo, con cara de sorpresa, le contesté que quién era ella. Me sonrió moviendo la cabeza de izquierda a derecha y respondió: Eudora, amor. ¿No me conocés?

martes, 20 de marzo de 2012

AgujEGO negro



El éxito le sonreía en forma de publicaciones, y llegado a ese punto le resultaba muy difícil bajar de ese monolito en el que se había instalado. Escribir lo era todo para él. No siempre fue así, hubo un tiempo en que tuvo una familia, unos amigos y unos críticos despiadados que no dejaban de nombrarle en sus columnas semanales. Lo asumió como el precio del éxito sin darle más vueltas, pero el aislamiento en el que se fue confinando le hacía más daño del que él pudiera imaginar. Su ego iba creciendo a golpe de crítica no asumida. Se negó, de repente, a conceder entrevistas. Dejó de aparecer en programas de actualidad y la foto de su biografía hacia tiempo que era la misma. Estaba siendo consumido por sí mismo, por sus palabras, hasta el punto de resultarle cada vez más difícil coger la pluma y llenar una hoja. Tenía que ocurrir, no podía ser de otra forma. Implosionó y un gigantesco chorro de letras se quedó retenido por la enorme gravedad, que era su ego, no pudiendo hacer nada por superar el horizonte de sucesos. Se había convertido en un agujero negro que absorbía cada palabra que pasaba por su lado engordándole hasta un extremo repulsivo. Pese a su aspecto asqueroso, no obstante, su fuerte magnetismo atraía a cualquier joven escritor que se sentía deslumbrado por él y no podría distanciarse hasta su desaparición literaria. Varios años de silencio habían llegado a enfadar a su editorial y su agente literario que al pedir explicaciones y tras ser devorados confirmaron el peor de sus hipótesis: el ego de su representado iba suponer el final de la literatura.

jueves, 15 de marzo de 2012

Calatrava, por ejemplo



Qué hago viendo a estos morenos y musculados obreros trayendo y llevando ladrillos, carretillas y andamios de madera. ¿Es que no tengo nada mejor que hacer? Si me remonto unos años, muchos, ya encuentro en mí ese impulso fisgón y construccionista. Obligué a mi hijo a tener todos aquellos juguetes que pudieran colmar mi ansia por la arquitectura (fui expulsado de esa facultad por no ser capaz de aprobar ninguna de las asignaturas que se cursaban el primer año; mi decepción fue tan grande que abandoné los estudios por completo). Un exin-castillos, un excalestric, un mecano, etc. Todos aquellos que me permitieran construir algo en la vida. Y a fuerza de construir iba destruyendo mi matrimonio. Cuántas veces escuché decir a mi mujer que estaba harta de tener dos hijos. Mi hijo también acabó odiándome, sobre todo cuando llegada la hora de elegir sus estudios dejé de hablarle como medida de presión para que hiciese aquello de lo que yo no había sido capaz. Para convertirlo en mí, vamos. Para que supliese todas mis frustraciones y me sacase de una depresión que ya duraba más de veinte años. También mis pocos amigos dejaron de llamarme debido a mi, tan aburrida, afición.
Me despierto con ese mismo impulso todas las mañanas y soy incapaz de tomar el obligado café con tranquilidad. Siempre me abraso la boca y roo un trozo de pan, mientras bajo las escaleras, para mitigar el hormigueo de la lengua. Una vez en la obra (cualquiera de ellas, tanto da) suspiro con emoción y localizo rápidamente a todos los obreros. Les muestro con gestos aquellas operaciones que deben realizar. Al principio se lo toman con humor, pero debido a mi angustiosa persecución e insistencia pronto comienzan a mostrarse molestos. Los mejores momentos los paso cuando se presenta el técnico de obra. Yo sigo sus pasos por todo el perímetro del recinto sugiriéndole a gritos aquellos aspectos que me parecen relevantes. No me importa que me ignore, ni tampoco que siempre acabe amenazándome con llamar a la policía... Insisto, qué hago hoy en esta obra tan alejada de mi barrio. Intuyo que algo malo va a ocurrir. No se han hecho bien las cosas. Por más que le he dicho al arquitecto de que debe haber cometido errores en sus cálculos no me ha tomado en consideración. Nunca podrá decir que no le avisé. Tan sólo me queda esperar, con cierta tristeza, pero con la ansiedad de la merecida victoria, que se le desmorone esta megaloconstrucción futurista.

sábado, 10 de marzo de 2012

Despedida



La lluvia golpeaba fuertemente contra la farola y el suelo, haciendo que no pudiera escuchar las palabras que salían de su boca. Los rayos de luz de esa bombilla de bajo consumo atravesaban cada una de las gotas consiguiendo un efecto iridiscente que sólo ella podía apreciar. Empapada como estaba, porque su paraguas no conseguía el efecto para el que había sido diseñado, se arrodilló en la acera y comenzó a llorar. Por qué no había sido sincero cuando se conocieron, le preguntó chillando mientras él se daba media vuelta y se alejaba de ella después de decirle al oído, con un susurro que la hizo estremecer, que todos los recuerdos eran surcos de lágrimas y no podía escapar de ellas. Un golpe de aire le arrancó el paraguas de la mano. Casi siempre sus historias acababan mal, pero no le importaba porque de esa forma ella era la estrella femenina.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Vecinos



Escuchó un ruido en el piso de al lado. Hacía muchos meses que nadie lo ocupaba. Esos golpes de unos tacones al chocar contra el suelo eran la prueba de que estaban enseñándolo a alguien. Se levantó del sofá de piel marrón en el que estaba tumbado y acercó su oreja a la pared que daba al comedor de ese piso simétrico al suyo. Él lo sabía porque cuando lo compró, hacía ya dos años, también lo vio, aunque se decidió por el que eligió la que iba a ser su mujer. Ella nunca llegó a vivir en él porque no se presentó a la iglesia, dejando a Marcos sumido en una permanente depresión desde ese mismo día. Pudo percibir que tras esos tacones andaban otros zapatos mucho menos escandalosos, aunque ésos no le interesaron en absoluto.
Después de cuatro días silenciosos volvió a escuchar movimiento en el interior. Intentó agudizar al máximo su oído para darse cuenta de que se trataba del mismo cadencioso caminar del otro día. Así que se ha quedado con el piso- pensó con una sonrisa en sus labios. Era la primera vez que sonreía en mucho tiempo. Siguió el sonido de esos tacones recorriendo el pasillo junto a la imaginaria sombra de su nueva vecina. Fue entrando en cada una de las habitaciones junto a ella, adoptando con sus pies el melodioso sonido de su andar, como si se tratase de la lluvia estrellándose contra el suelo. Estaba contento porque tenía algo que hacer.
A la mañana siguiente se despertó con el sonido del despertador de la habitación contigua. Remoloneó bajo las sábanas hasta que volvió a sonar y se dirigió al baño siguiendo unos, apenas audibles, pies descalzos. Abrió el grifo del agua caliente cuando escuchó que ella así lo hacía. Se metió en la bañera cuando chirrió la mampara de su homóloga. Rápidamente se desenjabonó cuando el agua dejó de sonar en la otra vivienda. Se enrolló en una toalla y fue a la cocina para comenzar a prepararse un café. Se sentó un momento para disfrutar del sonido del saxo tenor de Yusef Lateef que se colaba por las imaginarias rendijas de sus paredes. Le sorprendió que a ella también le gustase esa música. Ya en su habitación se vistió con presteza y nuevamente siguiendo los pulsos de los pasos de su vecina la acompañó hasta el vestíbulo para despedirla en silencio. No se atrevió a salir de su casa, sentía vértigo por enfrentarse con una realidad que había decidido obviar desde aquel fatídico día en que no sólo se sintió abandonado sino que también fue ridiculizado ante toda su familia y amigos. Y la verdad era que cada vez se sentía con menos fuerzas para hacerlo. Se marchó cabizbajo al desgastado sofá de piel (había pertenecido a sus padres y éstos se lo dieron cuando decidieron cambiarlo) y se quedó tumbado hasta que a las siete de la tarde escuchó las llaves de la vecina introduciéndose en la cerradura de la puerta. Se levantó con un impulso y se fue corriendo hasta allí. Nuevamente volvía a sonreír. La siguió por todo el piso con el corazón desbocado. Cenó junto a ella, visualizó los mismos canales de televisión. Se durmió un rato en el sofá y finalmente apagó la televisión y se acostó. Como escuchó el sonido de unas hojas de libro pasar, se levantó y cogió un libro de la estantería del comedor. Fue uno al azar que eligió por el color de su lomo y no por su titulo. Con Estrella distante de Bolaño bajo el brazo se dispuso a leer hasta que escuchó el metálico sonido de una bombilla al ser desenchufada. No pudo conciliar el sueño hasta bien entrada la noche porque se sentía exultante.
Día a día fue perfeccionando su seguimiento, hasta el punto de intuir los movimientos futuros. Empezó a conocer sus gustos y a disfrutar de sus aficiones caseras. Marcos se había convertido en un silencioso y experto detective. De tanto copiar fue mimetizándose con ella. Comenzó a comprar ropa de mujer por catálogo copiando lo poco que podía ver por la mirilla de su puerta. Ropa interior, tinte de pelo, zapatos de tacón, maquillaje, medias, vestidos de mujer y comida saludable. Todas las mañanas se maquillaba junto a ella, cada uno mirándose al espejo que colgaba de la misma pared. Y comenzó a ser el reflejo de ella. Todos los días la acompañaba hasta la puerta de salida y la esperaba con ansiedad. En dos ocasiones que ella estuvo enferma pudo pasar una semana completa con la vecina y eso hizo que las despedidas matutinas fuesen cada vez más dolorosas para él. Cada vez que el sonido seco de esa puerta maciza de roble se escuchaba, Marcos se quedaba abatido. Había llegado a esperarla sentado en una silla que había trasladado hasta el recibidor. Ella también debía ser solitaria porque desde que había llegado, y de eso ya hacia un año, no había recibido visitas.
Esa mañana siguió el ritual como todas las mañanas, pero intuyó que algo iba a resultar diferente. Se duchó con un chorro de agua fría al final, desayunó con café y tostadas, se maquilló coloreándose las mejillas con más esmero se vistió intuitivamente con la ropa interior de encaje rosa, las medias de rejilla negras y ese vestido granate que tan bien le quedaba, y cogió su maletín de cuero marrón par acercarse andando, con decididos pasos, hasta el recibidor. Las llaves de las dos puertas sonaron al unísono. Marcos se dejó llevar por un impulso momentáneo que llevó sus pies hasta chocar con los de ella frente a la puerta del ascensor. También al unísono levantaron la vista y se quedaron observando una imagen gemela que, lejos de dejarles sorprendidos, les hizo sonreír y darse los buenos días.

viernes, 2 de marzo de 2012

Un día en el zoo


Hay días que amanecen nublados y aquel día era uno de esos. Lorenzo se levantó con el pie torcido, la espalda dolorida y sin ganas de tomar el desayuno que le devolviera la ilusión por seguir adelante. Puede parecer ridículo, pero era así, su única motivación era tomar sus tres buenas comidas diarias. Conocía todos los rincones de su localidad. Era un lugar pequeño, aunque no lo suficiente para que Lorenzo se agotase recorriéndolo durante todo el día. Siempre había sido alguien obediente y un buen padre de familia, pero desde que sus hijos se habían marchado a otra ciudad y su pareja había muerto nada era lo mismo. Se asomaba durante horas a la ventana viendo cómo la gente pasaba por su lado y no se cortaba ni un pelo para mirarle con indiscreción. Los más pequeños le señalaban sin pudor y los más indiscretos se atrevían a hacerle alguna foto con el móvil. Él les observaba sin pestañear, con una mirada melancólica que se refugiaba en el recuerdo. De vez en cuando se levantaba para hacer sus necesidades y lentamente volvía a ocupar exactamente el mismo lugar. Cuando toda su familia estaba junto a él nunca se preocupó de toda esa gente, pero ahora le parecían animales. No respetaban su soledad, ni tampoco la decisión que había tomado, de morir tranquilo, el mismo día que su pareja falleció en sus brazos. Ya había pasado mucho tiempo desde ese día, aunque no sabia exactamente cuánto porque nunca había aprendido a contar por más que se empeñaron cuando él todavía era joven. Hacía ya dos inviernos que Luna no estaba, puede que cinco estaciones y Lorenzo no había podido olvidar su piel morena y su cara chata. Al principio odió a los fisgones, se cabreaba y les lanzaba aquello que encontraba cerca, pero ya no. Aunque su cara fija en el cristal hacía entender a aquellos que paseaban por allí que eran observados, Lorenzo tenía la mirada perdida en el infinito evocando la imagen de Luna. Y cuando alguna vez, volviendo a esa realidad de la que quería huir, se quedaba mirando a esas personas, lanzaba un gruñido al aire pensando en lo injusta que era la vida. Eso era lo que más gustaba a los que ya habían convertido el paso junto a la ventana en una afición dominical. Lorenzo, aun así, nunca deseo cambiar los papeles. No podría permanecer con esas ropas y esas expresiones bobas ni un minuto. Él pese a todo prefería seguir mirando por el cristal, desnudo mientras despiojaba su piel oscura tapada por el áspero pelo negro característico de los de su especie.

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