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sábado, 12 de enero de 2013

Jaque (cap.2)

Un fuerte ruido en la casa de abajo me desconcentró de mi tarea. Me asomé a la ventana y vi al patriarca de la familia dando gritos a los diez chinos y chinas que le rodeaban. Todos parecían ser hijos suyos, pero -vete a saber-, pensé. Algo debía haber ocurrido en la cocina porque todos habían salido a la galería y comenzaba a salir un humo negro de la ventana de su cocina. Al igual que yo, numerosos vecinos asomaron sus cabezas por las ventanas que daban al patio de luces y todos vimos cómo la mujer del patriarca echaba un cubo de agua hacia la ventana de su cocina lo que cambió el color del humo que pasó a ser blanco. Los dos chinos se enzarzaron en una discusión que acabó cuando ella le pegó un sartenazo a él que le hizo retroceder unos metros hacia atrás. Conforme el humo dejaba de salir por la ventana todos fuimos escondiéndonos en nuestros hogares. Yo, por vivir justo encima, estaba más acostumbrado a sus ruidos que el resto de vecinos. Había conseguido obviarlos y trabajar en mi despacho sin turbarme por su escandaloso ajetreo. El descanso me había desconcentrado, por lo que lo utilicé como excusa para prepararme otro café. Volví a atravesar el oscuro y frío pasillo hasta llegar a la cocina, abrí el armario que se encontraba sobre la nevera y cogí el bote de café. Al abrir su tapa descubrí que no quedaba ni una cucharada. Esto no le hubiese ocurrido a Parrado- pensé -él siempre tenía varios paquetes de reserva guardados en la despensa. Aunque sabía que yo no había hecho nunca acopio de víveres, me asomé a la despensa para descubrir, maldiciéndome, que no había absolutamente ningún paquete de nada. Vestido como iba con pantalón de chándal y una sudadera con la cara del Che, me dispuse a bajar al Seven Eleven a comprar un par de paquetes de café. Al llegar a la calle me di cuenta de que llevaba las zapatillas de ir por casa, pero la calle desierta y una pereza por volver a subir las escaleras fueron razón suficiente para que recorriese los seiscientos metros, que separaban mi casa del comercio, de esa guisa. La ventaja de escribir siempre por las noches era que los dependientes ya me conocían y no se extrañaban de verme vestido de esa forma. Una vez la cafetera comenzó a silbar y el aroma del café se empezaba a oler por toda la cocina, volví a sonreír. Me acerqué al despacho para volver a coger la taza de Bart y no pude evitar asomarme al deslunado. Todavía estaban cinco chinos discutiendo con un té en sus manos, pero los dos ancianos ya no se veían por allí. Tampoco salía humo de la cocina, aunque todo olía a pollo quemado. Me llené el tazón hasta los bordes y después de remover las tres cucharadas de azúcar me dispuse a seguir con la novela. Antes de comenzar a leer lo que había escrito me asaltó la duda de si había cerrado la puerta de casa. De hecho no recordaba haber utilizado las llaves. El patio siempre estaba abierto y yo no acababa de acordarme de cómo había entrado en casa. Eché la mano rápidamente al bolsillo para ver si tenía las llaves dentro y como no noté su tacto frío me levanté para buscarlas. Tampoco se encontraban puestas en la puerta y ésta se encontraba cerrada. Abrí por si las había dejado puestas en el paño, pero tampoco se encontraban allí. Cogí el otro juego que tenía en el cajón del recibidor y decidí buscarlas en otro momento. Cerré la puerta con llave y me volví, dando una carrera por el pasillo, al despacho. Tuve que volver a leer lo que había escrito porque no recordaba nada. Cada vez que escribía, los personajes se apoderaban de mí de tal manera que no era capaz de recordar nada hasta que lo había vuelto a leer. Así que Parrado se había llevado un bombón a casa. Pensé que él sí que era un tipo afortunado. Hacía tanto tiempo que yo no estaba con una mujer que ni me acordaba de cuándo había sido la última vez.

Buscó el documento que había titulado con un sugerente "jaque mate" y comenzó a releerlo todo nuevamente. Lo había hecho cientos de veces, pero estaba claro que había algo que se le escapaba. Repasó, una a una, todas las notas que tenía de cada uno de los seis asesinatos. La primera fue una prostituta de 39 años de origen rumano, apareció degollada en el portal de un edificio en el que parecía que había hecho un servicio. Dentro de su boca se encontró un peón de marfil. La policía no había encontrado ninguna pista que les llevase a averiguar quién había estado con ella esa noche. Aunque interrogaron en varias ocasiones a un joven ruso, Dimitri, al que se le imputaba la explotación sexual de varias mujeres del Este, no habían conseguido obtener de él ninguna confesión que les llevase a nada en concreto. Siempre le había llamado la atención la reticencia de los delincuentes a colaborar con las autoridades. Parrado, con un bourbon y una sonrisa, en la barra del puticlub en el que Dimitri tenía una docena de jóvenes trabajando para él, fue capaz de averiguar los nombres de las tres personas que habían estado con Helena aquella noche. Ninguno de esos hombres parecía un asesino, pero quién lo parece. Con los tres habló en varias ocasiones y los tres estaban tachados con una cruz roja en la pizarra que tenía sobre la mesa del despacho, porque su coartada era irrefutable. La segunda víctima tenía la misma edad, era cajera de un supermercado y estaba divorciada de un hombre que la maltrató hasta el día que se marchó de casa. Presentaba un fuerte golpe en la cabeza. El arma se encontraba junto a la chica. Su pelo moreno estaba manchado de sangre al igual que el martillo. Una llamada anónima le alertó sobre lo que había ocurrido. Al llegar al parque en el que se encontraba la mujer, rodeada por los inspectores de policía, el juez forense y varios reporteros fotográficos, se acercó todo lo que pudo al corrillo, lo justo para ver cómo el forense sacaba de la boca de la mujer una figura de marfil que tenía forma de caballo. Entre los dos asesinatos apenas habían pasado dos semanas. La relación entre las dos mujeres era inexistente. Sus vidas, más allá de vivir solas, no tenían ningún parecido. Los asesinatos se produjeron en lugares opuestos de la ciudad y todo esto no ayudaba a Parrado a establecer conexiones. La llamada telefónica servía para demostrarle que el asesino buscaba llamar su atención. Cuando se produjo el tercer asesinato no le quedó ninguna duda de que el asesino le estaba retando a él. Una carta en el buzón de su domicilio le alertaba del lugar en el que se encontraba el cuerpo de otra prostituta. Era brasileña, de 36 años, con el pelo teñido de rubio platino. Se encontraba dentro de uno de los baños de un restaurante del centro de la ciudad. Estaba arrodillada en el suelo con un corte en el cuello que la había hecho morir desangrada con la cabeza dentro del inodoro. Sus dientes apretaban con fuerza otro peón de marfil. Llevaba dos años en el país. Era de Río de Janeiro y allí había dejado a sus dos hijos. Todos los meses enviaba dinero a su madre, que era la que les cuidaba. No consiguió averiguar para quién trabajaba. Cuando Parrado comenzó a leer las notas sobre el cuarto asesinato, una fuerte intuición le hizo apretar el icono de internet. Comenzó a buscar en todas las ediciones digitales de prensa cualquier noticia sobre el caso. Ya hacía dos meses que no se producía ningún nuevo asesinato, o por lo menos alguno en que cualquier chica de mediana edad apareciese con una figura de ajedrez metida en su boca. Los periodistas habían ido disminuyendo los artículos que presentaban sobre el caso, así que cuando vio una foto suya y una página completa que desvelaba secretos que sólo él conocía, no le extrañó ver que la firmaba un tal F. Bandini. O una tal F. Bandini. Se trataba del periodista que mejor debía conocer el caso. Por lo menos del que mayor número de artículos había escrito. Se le indigestó el café. Se dio una ducha rápida, se puso sus pantalones chinos, una camisa morada y su chaqueta gris y salió a toda prisa hacia no sabía dónde. Comenzó a dar saltos por las escaleras, pero en el tercer piso ya había parado de correr; se detuvo un momento mientras se tocaba el pelo llevándolo hacia atrás y dijo: Francesca.

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