Le observé salir de casa, como todos los días no parecía muy
animado. Volver a cruzarse con la desconocida multitud era algo que en otro
tiempo le había parecido excitante, pero todo eso había cambiado. Cada gesto,
cada mirada de cada uno de los transeúntes le parecía una invasión de su
intimidad. Sentía que la ciudad había sido adulterada, que las murallas servían
de barrera de contención de un enorme burdel con muchas más prostitutas que
clientes . Dudó en qué categoría encuadrarse a sí mismo; quizá en ninguna de
ellas. Sólo era un fisgón que había sido descubierto y al que yo iba a echar de
un puntapié en el culo.
Eso es algo que también me ocurre a mí, creo que de alguna
forma soy, como él, un fisgón, un estafador, un cleptómano de todo lo ajeno.
Se sentó en un banco cualquiera de la ciudad. Sobre él dos
cielos: uno de ellos azul, nítido, infinito, real, el otro negro, abstracto,
demasiado próximo y quizá más real. Él mismo parecía ocupar el vórtice que
separaba en dos mitades perfectamente asimétricas esas dos realidades.
Yo observaba esa aburrida escena en cámara lenta sin
inmutarme. Qué más daba que el cielo se resquebrajase y como un cuchillo se le
clavase en el estómago practicándole ese particular seppuku. Estaba harto de
ese ridículo flâneur y su cuestionamiento acerca de la humanidad. Le arrojé
tres gotas de agua tan grandes que le empaparon por completo; fue entonces
cuando él, por primera vez, miró hacia el cielo.
−Deberías
protegerte más− le dije.
−¿Quién eres tú?−
contestó.
−Alguien que sabe exactamente
lo que va a ocurrir; con que sepas eso es suficiente, así que yo de ti pensaría
en largarme.
−¿Acaso eres Dios?,
aunque no imagino a Dios hablando de la forma en que tú lo haces conmigo.
−¡Qué quieres decir
con eso?¿Te parezco osado?
−No, no osado, más
bien grotesco. En fin, me gusta mojarme, creo que me quedaré aquí.
Tengo que reconocer que esperaba que me tratase con más
condescendencia. En un principio me despistó.
−Dios no tiene tanto
poder como yo. Puedo hacer lo que me de la gana contigo. Simplemente te aviso
de que en este preciso instante un tornado de dimensiones bíblicas está a punto
de acogerte en sus brazos.
−Déjame en paz.
−Podría hacer que el
viento te elevase por los aires con tanta violencia que tus extremidades se
separasen del tronco y apareciesen en otra parte del planeta. Podría causarte
el peor de los males y sonreír mientras te viese sufrir.
−¿Qué puede haber
peor que esto?− interrumpió.
−¿A qué te refieres
con eso?
−A ti, ¿qué si no?
−Me estás empezando a
cabrear− grité a la vez que un rayo caía en sus pies quemándole la punta de los
zapatos e impregnándolo todo de un olor a piel de borrego quemada. Él levantó
la cabeza intentando buscarme sin llegar a ver nada.
−¿Qué haces mirando
hacia arriba? Ya te he dicho que no soy Dios.
−De eso ya me he dado
cuenta. Si tu poder se limita a hablar sin parar y enviarme un ridículo
relámpago, está claro que no eres ningún dios; es más no les llegas ni a la
suela de los zapatos.
−Basta, mi poder es
mayúsculo. Puedo dejar de escribir esta historia y tú desaparecerás instantáneamente.
Soy yo quien dirige mis dedos, quien presiona las teclas del ordenador, quien
te ha creado, quien te da vida palabra a
palabra. Tú vives gracias a mí. Te preocupas porque yo quiero que lo hagas.
Cuando estás triste es porque yo lo he decidido. Quién si no determinó que
fueses un flâneur. ¿Todavía no te has dado cuenta que soy el escritor?
−Por supuesto que me
había dado cuenta. Eres tú el que aún no ha aceptado que si yo muero también tú
lo harás, así que no me preocupo lo más minimo. Si el tornado me engulle y
descuartiza en minúsculos trozos, tú te encargarás de recomponerme y darme vida
nuevamente porque todavía no está escrito todo.