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domingo, 8 de mayo de 2016

Runnig



¿Puede alguien llegar a imaginar el placer cuasi demiúrgico que se puede llegar a sentir cuando bajas a correr al viejo cauce del río Turia (hacer runnig, vocablo que debió inyectar en el vocabulario popular, como penicilina, algún periodista flemínico) y divisas sobre el puente de La Trinidad, y sobre ese gigante platanero, la cúpula brillante —aunque no hoy—de San Pío V  ensombrecida por nubes plomizas que comienzan a dejar caer finas gotas de agua —diminutas partículas húmedas que se precipitan a un suicidio no decidido— que refrescan tu cara, sin llegar a mojarla, y que en su camino hacia la desintegración integran pequeñas partículas de n-octano, briznas de monóxido de carbono, rídiculas colas de dióxido de azufre, cachitos  de óxido nitroso, fragmentos nanoscópicos de silicatos varios y hasta nebulosas, atomizadas por las máquinas de limpieza, de escrementos de cánidos?

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