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miércoles, 16 de diciembre de 2015

VÉRTIGO


Has perdido la capacidad de disfrutar –me dijo –, internet ha eliminado lo poco que nos quedaba. Quise replicar, pero me limité a continuar buscando imágenes en google.
–Nunca pensé que fueses tan simple, te impresionas con paisajes vistos en una pantalla, con momentos extraídos de las películas, con fotografías y obras de arte expuestas en tu monitor de 17 pulgadas; ¿qué hay de pertenecer tú a esos decorados?¿por qué nunca has detenido el coche para disfrutar de una puesta de sol?¿Cuál es la causa que te impide asistir a una exposición? Estoy harta, ahora sé la razón que te impide escribir sobre la belleza, inclinarte siempre por lo sórdido, por los defectos. Eres un simple analista de datos, no un escritor.
Si quería hacerme daño lo había conseguido. Aunque la verdad era esa, ¿quién me había editado?¿Cuántos lectores tenía? La mitad de las visitas de mi blog eran de mis dos perfiles en la red, uno masculino y el otro femenino. Entablaban conversaciones entre ellos intentando hacer creer a los visitantes que con cada una de mis entradas había abordado un tema polémico de forma sublime y suscitaba diferencias de criterio. La pantalla del monitor se oscureció poniéndose en descanso; ante mí el reflejo de un loser que se negaba a aceptar ningún tipo de crítica. Demasiados árboles enfrente.
Su voz se alejaba por el pasillo. No hice ningún esfuerzo por escucharla. Finalmente un suave susurro y el sonido de las llaves me hizo imaginar el campanario de la iglesia, James Stewart viendo precipitarse a Kim Novak mientras la religiosa hacía sonar las campanas. ¿No escriben los escritores sobre aquello que imaginan? Por alguna razón se me cerró el estómago, un dolor punzante subió por el esófago localizándose en la laringe. Quise llamarla, pero el dolor me estaba asfixiando y no conseguí articular ninguna palabra. Tropecé con el cable del ordenador cuando intenté ir hacia la ventana haciendo que la pantalla se rompiese en diminutos trozos de cristal. Quería verla desde allí arriba, ser capaz de capturar esa escena. La imaginé más guapa que nunca, con su vestido negro de flores, sin sujetador, con una pequeña bolsa de viaje en la que cabían todas sus cosas; una finas gotas de lluvia comenzaban a caer y la luz naranja de las farolas reflejándose en los charcos de las aceras conseguía que la atmósfera permaneciese borrosa. Alcancé la ventana justo a tiempo. Ella cruzaba la calle mientras miraba hacia arriba. No vio el coche que se acercaba a toda velocidad. El claxon del coche emitió un sonido agudo que no encajaba con el tamaño del vehículo. Chirriaron los neumáticos. Aceleró el paso mientras dejaba de mirarme y dobló la esquina.

Me dio tristeza descubrir que la escena no se parecía en nada a lo que había imaginado. Esa era la razón por la que nada merecía la pena. No era cierto que la vida estuviese llena de momentos por descubrir, es la proximidad a la muerte la que nos lo hace creer así.

No debía estar allí cuando ella regresase. Las escritura es mi único refugio. Cogí mi ropa y el portátil; ninguna nota con una explicación. Estaba enfadado con ella. Salí a la calle con la esperanza de que ocurriese algo importante, determinante: ser abducido por un O.V.N.I., violado por unas ninfómanas en edad escolar, apalizado por un grupo ultraderechista que fuese camino de un campo de fútbol, insultado por un transexual que me ofreciese una mamada en el portal por unos pocos euros, asesinado por un asaltante de la panadería de la esquina que llevase una careta del pato Donald cubriéndole el rostro y una katana en la mano derecha, escupido por todos los transeúntes –incluso los turistas– por mi condición de fracasado. Me alejé sin más.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

AGUIJÓN


Encuadre de la obra «Baudelaire» del artista Alfonso Renza, dibujada para la revista Canibaal
Me arden los párpados, que es como decir que los globos oculares se insuflaron de ira y consigo que implosionen dentro de esas esferas oblatas, y como decir que toda esa energía traducida en masa relativista se dirige por la oquedad cilíndrica del nervio óptico hinchando hasta la obesidad cada una de las neuronas paticortas que trasmiten respuestas atolondradas y simplonas. Mensajes tan ridículos como que me arden los párpados. Sin embargo es real. Gotas cerúleas resbalan calientes sobre ellos,  adquiriendo una consistencia gelatinosa en pocos segundos y posteriormente sólida antes de que otra gota golpee a esa primera. Como si el iris fuese una báscula de precisión podría decir que cada gota no alcanza los doscientos miligramos y como si tuviese una diminuta cucharilla plateada sigo añadiendo miligramos hasta completar mil que es la cantidad justa para abrazarse por celofán. Hago un nudo sintiendo el peso tormentoso del cirio ardiente. Quiero frotarme los ojos, arrancarme las costras escamosas de los párpados y observar, desnudo, la caída de una nueva gota con la mirada melancólica de un suicida; esperar ansioso ese almíbar dulce y espeso. Tengo los brazos ocupados, uno es el amo, el otro el esclavo sujetado por una goma elástica. Aunque no veo nada puedo observar cuanto ocurre. Puedo ver cómo el rojo invade el color plateado del metal y todo se funde sobre él. Observó a la abeja inyectándose néctar con su aguijón, la sombra del meteorito se agranda a cada sorbo. El insecto vuela en busca de su reina para eyacular su contenido no digerido en un proceso nada aséptico que difumina la sombra antes del impacto, como si el pedazo de estrella se hubiese esfumado. Un instante después despierto asustado buscando restos oníricos que delaten el impacto. No los encuentro. Tan solo escozor que se convierte en dolor y en angustia al avistar una nueva gota aproximándose en busca de un impacto final. Pese a que deseo esperarla, una última respuesta automática me conduce al calor inicial, al fuego, al metal, al insecto.

lunes, 13 de julio de 2015

¿Qué camino?

Un dolor punzante en lo alto del camino
Obra de carboncillo de Marcos "Kowalski"

–¿Qué camino?, parece gritar Kerouac–
como una aguja hipodérmica atravesando el esternón;
el chirriante atravesar de ese cálcico endurecimiento
plano, alargado, no muy duro y hueco,
una huequitud tan angustiosa como la soledad
–¿Qué soledad?, dice Kundera.

Así comenzaba todas las mañanas. Ni las notas que salían harmoniosamente  del piano conseguían apaciguarme. Ni las notas.
¿Qué notas?
Las notas me inquietaban. Despertar y no verla también lo hacía. Me inquietaba, digo. Su ausencia me convertía en un ser muy débil.
Las notas se deslizaban por el pasillo. Salían del piano –¿Qué piano? Su piano– y se introducían en mí haciendo retemblar el tímpano.
Ella tocaba desnuda; un tazón lleno de café sobre el piano. Afinaba su puntería conmigo mientras el líquido oscuro emitía imperceptibles ondas que lo hacían vibrar a ritmo de A sin (wt+ø)
En silencio, detrás de ella, observándola desde ahí arriba, viendo su desnudez le hubiese querido hacer el amor, sin embargo decidí marcharme.
El piano enmudeció. Noté la ausencia de notas acuchillándome por la espalda; y su mirada. Todo estaba dicho.
Continué mi camino.

¿Qué camino?
León Growicz

martes, 9 de junio de 2015

El extraño caso del hombre que no podía dormir


Se acercó silenciosamente. Yo duermo; esto no es del todo cierto, finjo estar durmiendo. Hace mucho tiempo que no pego ojo. Desde que averigüé que intentaban asesinarme. Tuve suerte haciéndolo. Me duele la cabeza desde ese día. Y los huesos. No sé por qué razón quieren hacerlo, pero todas las noches escucho ruidos que me alertan. Estoy seguro que están dentro, en mi casa, en la habitación, en mi cabeza. No he llegado a ver a nadie, aunque sólo tengo que cerrar los ojos para descubrir la silueta del asesino. Si pudiese elegir preferiría que fuese una mujer.
Hoy he oído una noticia: «se servía carne humana en un restaurante nigeriano». No me ha impresionado lo más mínimo. Imagino una generosa cortada de mi tríceps servida con patatas y verduras. Parece ser que lo averiguaron por los abusivos precios a los que se vendía cada ración. Siempre se ha dicho que en los alrededores de los restaurantes chinos no hay gatos; aunque sí que hay personas. 
Fotografía: Sofía Santaclara (www.sofiasantaclara.com)
Las ventanas permanecen cerradas desde ese día, las persianas bajadas. Los cristales están sucios, aunque no puedo saberlo, no hay manera de averiguarlo, de hecho no tiene importancia. Sé que estoy enfermo, pero no puedo ir al médico. Tengo miedo de lo que pueda decirme y también de abandonar el piso. Ha entrado en la habitación, lo presiento. Está muy cerca de mí. Percibo su olor seco y áspero, el mismo aroma que desprende la hoja de acero del cuchillo cuando deambula con su filo afilado alrededor de la lengua. El olor de la sangre. No puedo contárselo a nadie porque nadie hay para escuchar. Por eso he decidido escribirlo todo. Dejar una prueba, un informe detallado. Se marchará cuando descubra que, como todas las noches, permanezco despierto, aunque finja estar dormido.
Tampoco sé cuánto tiempo aguantaré. No puedo permanecer toda la vida despierto. Veo pasar las cucarachas a mi alrededor; dejo que se acerquen, que paseen por mis manos, que rocen su piel y merodeen por la comisura de la boca buscando un resto de comida que no encontrarán. Son tan hermosas. Alguna de ellas asustada al descubrir un movimiento demasiado controlado desplegará sus alas y huirá. Hará bien porque estoy hambriento.
No es verdad que las noches sean silenciosas, guardan las mejores y más sutiles melodías: la gota de agua golpeando precisa y milimétricamente el mismo punto del lavabo, lo que hace que emita siempre la misma nota, las uñas de un perro rascando con desesperación y desgastando las baldosas de la vivienda de arriba, el motor de una nevera resoplando cansinamente todo el calor del verano, el ronroneo de una vieja que cada noche está en las últimas, el traqueteo del condensador cada vez que alguien enciende la luz del patio, las carcomas dándose un festín con las patas de la silla de nogal, las hojas de los árboles llamando tímidamente a la ventana alentadas por el viento y esos pasos –clap, clap, clap– que no me dejan dormir.

Día tras día los mismos ruidos, las mismas intenciones, los pasos, el sueño que amenaza con vencerme, la piel pálida, casi transparente, los músculos débiles como para no sujetar el peso del cuerpo que modelan, la falta de luz, las siluetas difuminadas de cada objeto de la habitación, la angustia, el hambre, el sonido de mi propia respiración retumbando como una tabla de flamenco, el latido hueco que se acelera, sudoración, abrir y cerrar de los dedos de las manos, grito mudo –clap, clap, clap–, la desnudez del silencio. Un triste avatar de mí mismo ahogado en su propia saliva.

lunes, 18 de mayo de 2015

La Ecuación de Schrödinger



Me rompo,
difícil  comprender que una simple rotura sea tan dolorosa.
Decido cabalgar sobre el iferencial,
sobre la misma grupa de Schrödinger.
Y escarbar los adentros más íntimos de tu negrura
El chasquido de este carruaje de huesos
no te asusta.
Tampoco lo hace la presencia gatuna del diferencial
que descubre, en ese tu vacío magnético, su único existir.
Y es por eso que no se detiene hasta llegar a las mismas puertas saladas de Tanhaüser.
y con todo el volumen de mi mano flagelo los redondos glúteos 
∂¥
Recorro sus piernas.
Schrödinger se queda pasmado:

- ħ2    2¥(x,t)                                    ∂¥(x,t)
                         + V(x,t)¥(x,t)   = iħ 
 2m          x2                                           t


puesto que la probabilidad de que te rindas
no es capaz de calcularla con una simple fórmula.
Mientras tanto descabalgo ante el vacío de seda.
Los ojos abiertos ante su grandeza.
Imposible no entender que todo lo atraiga.
Y en ese momento
es cuando me doy cuenta
de lo insignificante que soy
y de

tu magnitud.

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