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lunes, 30 de septiembre de 2013

Pájaros en la cabeza



Dolor de cabeza, pájaros circulando con impunidad por entré las culebrillas neuronales, quizá está dormida. No lo sé. Las ávidas aves picotean sus huesos como deseando escapar. Picotean y duele. Tiene que doler, pienso. Debe ser una putada que se te metan pajarillos en la cabeza y que, una vez ahí dentro, quieran huir, y que no sepan dónde está la salida, y que, quizá por eso, te picoteen los huesos causándote dolor; un dolor que está dentro de ti pidiendo salir. Sé que penetraron por su orificio más caliente, los pajarillos, su sexo. Por esa cálida carne tan apetecible. Y todo por esa manía suya de amar.
Los pajarillos, ahora, la conocen mejor que yo; han recorrido sus adentros, y quieren escapar, ¿por qué? ¿No es eso lo que querían? Estar dentro de ella. Sé que está sufriendo, sin embargo no es capaz de juntar las piernas. No podrán escapar, las paredes cálcicas son demasiado duras para esos diminutos picos rojos como la sangre. Los romperán contra ellas causando, únicamente, más dolor. Sus ojos me observan suplicando ayuda. Debo hacer algo por ella, algo contundente. Es su mirada en blanco y negro la que me convence de que tengo que abrir la jaula, seguir adelante. ¡Tanto la quise! Pero no la entendí. Esa necesidad suya... La mirada se pixeliza, se deconstruye infantilizándose. Atemorizada pide perdón. Es en esos mismos ojos donde veo que ya es tarde; demasiado tarde para nosotros. En esos mismos ojos en los que me veo reflejado con miedo.
La cárcel ya está abierta, no existen los ojos inquisidores y la habitación se llena de pájaros de colores que son ella.

jueves, 19 de septiembre de 2013

El final



Nuevamente escuchaba voces en el pasillo. La sola idea de que fuese Erminia me hacía temblar. Gotas frías como la muerte humedecían mis rígidas ingles. Debo confesarte que hubo un tiempo en que me alegraba cuando oía el sonido grave de su voz por la casa. Erminia es de esas mujeres que se hacen notar. Hace unos minutos que no la escucho, puede que todo esté en mi cabeza; ¿crees que debería hacérmelo mirar?, un médico, quiero decir. Un discípulo de las teorías de Freud. Recuerdo perfectamente el día que conocí a Sigmund, pensé que era demasiado serio y altivo como para seguir relacionándome con él, además no le gustaba mi poesía. Me da pánico, como si estuviese en un escenario, desvelar todo lo que pienso. Creo que todos estamos un poco locos. ¿Quién no ha escuchado voces alguna vez en su vida? Levanto la pluma del papel para concentrarme en el finísimo fondo decibélico y ella se me vuelve a mostrar. Mantengo, por un momento, los ojos cerrados -no sé el tiempo que ha pasado, pudiera ser una vida- y parece como si la estuviese oliendo. El aroma que desprendía la piel de Hortensia no es fácil de olvidar. Y lo he intentado; créeme que lo he intentado. Lo único que me da algo de paz es escribir. Permanecer recluido en mí mismo; apartado de este mundo. Puede que eso fuera lo que hizo que Marisa se alejase. El silencio. Tanto silencio, días, meses. Puede parecer curioso que su ausencia me haya enseñado que la escritura me ha dado lo mismo que me ha quitado, que, siendo mi vida, también ha supuesto el final de la misma. Iba a decir que te reto a que cojas mi pluma  y te pongas a escribir. Sí, lo primero que se te ocurra, con mi pluma -suena tan pretencioso retar a alguien, tan antiguo- me conformo con que me sigas leyendo. Hace tiempo que mi cabeza permanece quieta. Y todo por ti, para no dejar de escribir. Ni cuando noto el tacto de los dedos de Clorinda recorrer mi piel fría, ni entonces, soy capaz de soltar la pluma. Me debo a ti. Virginia coloca sus dos manos alrededor de mi cuello, no lo impido, aprieta con todas sus fuerzas. Bajo la mirada y compruebo que la tersura de la piel alimonada de Clotilde es la misma de todos los días. No aprietes tanto, déjame acabar este relato -pienso. Leonora entiende que es de vital importancia que termine de escribir aquello que he empezado, por eso desaparece dejando una estela de odio a mi espalda. Siempre he sabido que acabaría odiándome, no podía ser de otra forma. Ahora mismo tengo la sensación de que no seré capaz de acabar, que todo se quedará aquí, sin un final que le de sentido y nos haga pensar a los dos, a ti y a mí, que la escritura es algo que merece la pena, necesario, una razón más por la que morir; quizá debas ponérselo tú, el final.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Mírame!




Mírame, ¿crees que soy normal? Sus manos resecas más que acariciar arañaban mi piel; eran una lija que exfoliaba las zonas más viejas y erosionadas del cuerpo. Qué es ser normal- me preguntaba mientras levantaba tímidamente la cabeza para descubrir que su cuerpo ya no era el que yo recordaba. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvimos juntos. Aquel día, el que nos despedimos, no dejé de mirarle ni un segundo, grabé cada centímetro de su geometría para no olvidar. De qué me sirvió si ahora quien estaba delante de mí únicamente me provocaba asco. Me obligaba a tener los ojos abiertos repitiendo que le mirase. Sonreía. Sus dientes se habían ennegrecido y mostraban algún que otro hueco que no hacía sino que fortalecer la aversión que sentía hacia él.

Quería decirle que dejara de hacerlo, sonreír, y que no me tocase, pero siempre me he definido por mis actos cobardes. Sus manos recorrieron  mi abdomen para posarse en la entrepierna. Qué haces -logré balbucear- deberíamos hacer lo que hemos venido a hacer. En otro tiempo te gustaba -contestó. Con mis dedos índice y pulgar presioné los ojos como queriendo incrustarlos en la masa cerebral, como si de esa forma pudiese evitar recordar. Recordar. Me había costado muchos años salir de la habitación oscura que era mi vida como para que ahora una simple caricia me devolviese al punto de partida. Apreté con más fuerza unos párpados empeñados en proteger la cornea, la pupila, el iris. No me hubiera importado no ver nunca más si con eso hubiese evitado presenciar su cara. Sus dedos, como en el pasado, comenzaron a recorrerme con demasiada meticulosidad. No debí acudir. Por alguna extraña razón sólo se me ocurrió decirle que no era el momento, como dándole esperanzas a un encuentro posterior. La sala fue llenándose poco a poco. Todos se acercaban para hablar un momento con nosotros y luego se sentaban lo más alejados posible, como no queriendo ser cómplices. Su mano se limitaba, entonces, a acariciar la mía. Necesito ir al baño -logré escupir empujando las palabras con una lengua de trapo que parecía adormecida y tan seca como sus manos. ¿Volverás? -preguntó cuando vio que se cerraba la puerta de la sala. Una vez en el baño, mirándome en el espejo, rompí a llorar; no lo hacía por mi madre que reposaba dentro del ataúd más barato que él pudo encontrar, ella no merecía ninguna de esas lágrimas. Tampoco lo hacía por él. Quizá lo hacía por los años perdidos, por la culpabilidad, por una infancia rasgada, por tantas cosas… No tendría que haber vuelto, hubiese sido mejor. Sabía que me encontraría con él y también que él intentaría retenerme, pero fue su mano la que me hizo volver, esa mano que nunca me respetó, esa mano que castigó mi cuerpo tanto como mi cabeza, esa mano que mientras era cortada con el cuchillo de cocina todavía intentaba violarme. Me senté a su lado y tuve que esperar poco tiempo hasta que depositó esa asquerosa mano sobre mis piernas, yo me había vestido con una minifalda muy corta de lana negra, la cogí cuidadosamente y saqué el enorme cuchillo del bolso. La sangre comenzó a salpicarlo todo. Los familiares y amigos que habían venido al tanatorio se quedaron paralizados en sus sillas. No abrieron la boca, ni gritaron, ni intentaron detenerme aunque solo fuera con un  gesto. Arrojé su mano en el rostro de mi madre dándole una última bofetada, cerré la tapa y abandoné la habitación

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