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martes, 9 de junio de 2015

El extraño caso del hombre que no podía dormir


Se acercó silenciosamente. Yo duermo; esto no es del todo cierto, finjo estar durmiendo. Hace mucho tiempo que no pego ojo. Desde que averigüé que intentaban asesinarme. Tuve suerte haciéndolo. Me duele la cabeza desde ese día. Y los huesos. No sé por qué razón quieren hacerlo, pero todas las noches escucho ruidos que me alertan. Estoy seguro que están dentro, en mi casa, en la habitación, en mi cabeza. No he llegado a ver a nadie, aunque sólo tengo que cerrar los ojos para descubrir la silueta del asesino. Si pudiese elegir preferiría que fuese una mujer.
Hoy he oído una noticia: «se servía carne humana en un restaurante nigeriano». No me ha impresionado lo más mínimo. Imagino una generosa cortada de mi tríceps servida con patatas y verduras. Parece ser que lo averiguaron por los abusivos precios a los que se vendía cada ración. Siempre se ha dicho que en los alrededores de los restaurantes chinos no hay gatos; aunque sí que hay personas. 
Fotografía: Sofía Santaclara (www.sofiasantaclara.com)
Las ventanas permanecen cerradas desde ese día, las persianas bajadas. Los cristales están sucios, aunque no puedo saberlo, no hay manera de averiguarlo, de hecho no tiene importancia. Sé que estoy enfermo, pero no puedo ir al médico. Tengo miedo de lo que pueda decirme y también de abandonar el piso. Ha entrado en la habitación, lo presiento. Está muy cerca de mí. Percibo su olor seco y áspero, el mismo aroma que desprende la hoja de acero del cuchillo cuando deambula con su filo afilado alrededor de la lengua. El olor de la sangre. No puedo contárselo a nadie porque nadie hay para escuchar. Por eso he decidido escribirlo todo. Dejar una prueba, un informe detallado. Se marchará cuando descubra que, como todas las noches, permanezco despierto, aunque finja estar dormido.
Tampoco sé cuánto tiempo aguantaré. No puedo permanecer toda la vida despierto. Veo pasar las cucarachas a mi alrededor; dejo que se acerquen, que paseen por mis manos, que rocen su piel y merodeen por la comisura de la boca buscando un resto de comida que no encontrarán. Son tan hermosas. Alguna de ellas asustada al descubrir un movimiento demasiado controlado desplegará sus alas y huirá. Hará bien porque estoy hambriento.
No es verdad que las noches sean silenciosas, guardan las mejores y más sutiles melodías: la gota de agua golpeando precisa y milimétricamente el mismo punto del lavabo, lo que hace que emita siempre la misma nota, las uñas de un perro rascando con desesperación y desgastando las baldosas de la vivienda de arriba, el motor de una nevera resoplando cansinamente todo el calor del verano, el ronroneo de una vieja que cada noche está en las últimas, el traqueteo del condensador cada vez que alguien enciende la luz del patio, las carcomas dándose un festín con las patas de la silla de nogal, las hojas de los árboles llamando tímidamente a la ventana alentadas por el viento y esos pasos –clap, clap, clap– que no me dejan dormir.

Día tras día los mismos ruidos, las mismas intenciones, los pasos, el sueño que amenaza con vencerme, la piel pálida, casi transparente, los músculos débiles como para no sujetar el peso del cuerpo que modelan, la falta de luz, las siluetas difuminadas de cada objeto de la habitación, la angustia, el hambre, el sonido de mi propia respiración retumbando como una tabla de flamenco, el latido hueco que se acelera, sudoración, abrir y cerrar de los dedos de las manos, grito mudo –clap, clap, clap–, la desnudez del silencio. Un triste avatar de mí mismo ahogado en su propia saliva.

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