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martes, 12 de febrero de 2013

Parinesca (Cap.1)

Asomado a la ventana, la cabeza ladeada, la mirada perdida, depositada como un suflé pastelero en las nubes que se arrastraban deslizantes sobre las montañas, los ojos vidriosos tamizando el paso de los años. Permanecía encorvado frente al ventanal, apoyado en el cristal, la piel arrugada, las manos temblorosas sujetando el peso del cuerpo echado hacia delante. Los rayos de sol resbalando ladera abajo teñían las nubes de naranja y violeta. Acerqué las manos frías hasta la cara presionando los ojos y arrastrando los dedos como queriendo desgarrar el manto de piel que me cubría por completo. Cuando las primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear el cristal las acompañé con el dedo mostrándoles el recorrido que debían seguir, uniéndose en su camino con alguna otra hasta convertirse en un pequeño arroyo vertical que se estrellaría irremediablemente contra el mármol del alféizar. Cómo olvidar que hacía sólo unas horas la tenía en mis brazos, respirando entrecortadamente. Nunca pensé que ocurriría de esa forma, que fuese necesario. Habíamos planeado tantas veces ese momento que mi primera reacción fue cabrearme. Cuando entré en la habitación y la vi tendida sobre el suelo me enfadé con ella. Sentí que había sido traicionado. Me arrodillé a su lado -creí que estaba muerta- y toqué sus manos; estaban heladas. Le presioné el cuello buscando el latido del corazón; cuando lo encontré pensé que se trataba de mi propio pulso. La cogí en brazos, la llevé a la cama, me tumbé con ella, abrazándola, prestando atención a cualquier sonido que pudiese oír. Únicamente escuchaba el chasquido de las gotas de lluvia chocando contra la techo. De repente un ronquido, un intento sonoro de coger aire; después silencio. Intentaba darle calor. La desnudé y la cubrí con el edredón. De nuevo otro intento por agarrarse a la vida. Sonreí al descubrir que lo hacía con más cadencia. Froté su espalda mientras la observaba. Ni en aquel momento pude dejar de mirar los rosados y franceses senos de Natalie; inanimados, los pezones camuflados entre el resto de carne sin obedecer a ningún estímulo. Nada tenía sentido. Desanudaba su pelo rojizo con los dedos. Comencé a hablarle; hasta entonces no lo había hecho. Su intento de seguir conmigo era manifiesto. Los párpados entreabiertos escondían su melancólica mirada, el verde había desaparecido. Boqueaba como un pez recién capturado sobre el suelo mojado de la barca. Al cabo de un rato se ovilló buscando mi calor. El ronquido era más audible. Más que luchar por coger aire parecía que lo hacía por escupir. Mi hombro estaba mojado. Le sequé la boca con la sábana. Su temperatura había subido un poco, eso me alegró. Repetí su nombre con insistencia, pero una convulsión me hizo callar. De alguna forma que moviese los músculos debía ser una buena señal. Después silencio, durante unos interminables segundos silencio. Nuevamente un ronquido y nada más. En pocos minutos su cuerpo se quedó frío y rígido. La besé, ya no estaba enfadado con ella. Cubrí su desnudez con un quimono. Habíamos hablado tantas veces de ese momento. El viento intentaba colarse por el cajón de las persianas emitiendo un silbido molesto. Antes que nada debía escribirlo todo.

Cuando llegué a su casa lo primero que me llamó la atención fue la placidez con la que los cuerpos yacían sobre la cama. Él vestido con traje y pajarita, ella tapada únicamente con el batín japonés. Una nota escrita a los pies de la cama explicaba qué había ocurrido. Me quedé mirándoles, a mi lado se formó un charco con el agua que se escurría de la ropa mojada. Le retiré el quimono. Habíamos pensado huir. Encontré la puerta abierta. Un ramo de flores marchitas sobre la alfombra indicaba que no era el único que sabía lo que había ocurrido en esa habitación. Pensé en llamar a la policía, algo me decía que Natalie no había decidido que todo ocurriese de esa forma. Hice la llamada desde el teléfono que había sobre la mesilla. Le di un beso y la tapé antes de salir corriendo.

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