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jueves, 26 de enero de 2012

Segunda mano



Marina me había abandonado. Después de diez años, diez felices años, me abandonó. Sin explicaciones. No quise acabar de leer la nota que me había dejado, tuve suficiente con las tres primeras frases: Te dejo. No soporto tu olor. Me has destrozado la vida. Yo, que lo había dado todo por ella, que había renunciado a un merecido ascenso por no hacerla cambiar de barrio. Ahora podría estar conduciendo el camión en lugar de arrastrar, noche tras noche, los contenedores de basura de mis vecinos. Sentí una rabia difícil de describir con palabras, tuve miedo de mi mismo, de mis actos. Destrocé en un segundo la foto de nuestra boda que presidia el aparador, le arranqué el campanario de Calahorra de un bocado. Borracho de ira y del vino que tomábamos los compañeros al acabar la recogida, fui almacenando en el recibidor todos los objetos que me recordaban a ella para venderlos en cualquier tienda por unos míseros euros. Lo cargué todo en el carrito de nuestro hijo y lo arrastré por las calles de Madrid hasta que me topé con una tienda de segunda mano en Bravo Murillo. Mi aspecto desaliñado, el carro repleto de bultos metidos en bolsas de basura y mi olor fétido fueron razones suficientes para que me dejasen pasar sin necesidad de pedírselo. Tenía diez personas delante, pensé que eran los efectos de la crisis. También nosotros buscábamos en los contenedores antes de volcarlo todo en el camión. En el mostrador estaba siendo atendida una familia rumana que mostraba dos teléfonos móviles y una plancha. Llevaban una niña de dos años en brazos que me recordó a mi hijo. La chiquilla al verme entrar dijo: cabrón- a la vez que se escondía tras la enorme cabeza de su padre. Junto a mí, sentado en una silla un joven bien peinado le comentaba a su amigo el porqué de querer desprenderse de los esquíes acuáticos. Giré la cara nuevamente hacia la niña que me volvió a proferir el mismo insulto. En el otro mostrador un empleado con los brazos totalmente tatuados repetía con desinterés: ¿Quién más para oro?, pues que pase el 48. El 48 era una anciana con una lamparita de noche por la que le dieron 1 euro. Ella aceptó a regañadientes murmurando que no tenía ni para una copita de anís. Cabrón- me repitió el pequeño monstruo, que cada vez me recordaba más a mi hijo.

Pero si por esta bicicleta pagué seisientos euros- se oía desde el último mostrador. Sólo puedo darte treinta, tenemos muchas y no las vendemos por más de ochenta. Vos me querés engañar. Máximo te puedo dar treinta y cinco. .Está bien, traé acá los 35. Al salir de la tienda se me quedó mirando y me dijo: ¡duchate, pibe!

Era mi turno. Incluso a mí me molestaba el hedor de mi camiseta. Por este chaquetón le doy 6 euros, por la máquina depiladora 3. Por este cojín no le puedo dar nada- me dijo mirándome con desprecio. Yo no acerté a comprender si el asco era hacia mi persona o hacia la almohada con manchas amarillas de sudor, que esa misma mañana había cortado por la mitad. Ahora llamo a mi compañera y te dice cuánto te da por el carro. Cuánto quiere por él. No sé, lo que me de- contesté desganado y bastante cansado tras pasar toda la noche sin dormir. No le puedo dar mucho. ¿Se pude plegar?. Claro- le contesté. 40 euros, no más- dijo, tapándose la boca y la nariz con un folio. Me ordenó que acercase el carro a la puerta de la sala que se comunicaba con los mostradores. Obedecí y me di la vuelta, cogiendo mi dinero, para marcharme.

Señor, señor, se deja a su hijo. Me acerqué hasta el carro, me quedé mirando, con los ojos abiertos como platos, a mi hijo y le escuché decir claramente: Cabrón.



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