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lunes, 16 de enero de 2012

AZUL



Esa misma noche me asomé al balcón para observar la grandeza del Universo. Mi muerte como escritor tampoco era el hecho más grave que había ocurrido en él, ni siquiera en nuestro planeta.
Me había levantado de una silla en la que había permanecido durante tres años, decidiendo mi destino, para depositarme en la butaca que tenía en una esquina del balcón de diez metros cuadrados del octavo piso de un edificio de la Gran Vía.
Pese a la enorme polución que se había adueñado de la troposfera, aún se divisaban tímidamente las constelaciones.
Eran las dos de la mañana y todavía se escuchaba un rumor lejano. Agudicé el oído, acercando mi cabeza hasta la barandilla, convirtiendo la oreja en un detector de ondas (tan lejanas que podrían confundirse con las gravitacionales) como si fuese el GEO 600. Ese ruido de fondo proveniente de los confines del Universo, de un lugar en el que el suave continuo espacio-temporal (predicho por Einstein) se convertía en borde granulado, me confirmaba aquello que, ya hacía tiempo, temía: soy un holograma.
No sólo yo. Vivimos en un universo holográfico.
De esta forma la realidad únicamente ocurre en un espacio bidimensional desde el que se proyecta una imaginara figura tridimensional (holograma). Según este pensamiento, el dolor no existía. Si asomaba un poco más la cabeza y dejaba caer mi cuerpo en el vacío, la imagen tridimensional que se golpearía con el asfalto no experimentaría dolor. O por lo menos no como tal. No dejaría de ser una percepción sensorial que se transmitiría mediante impulsos eléctricos hasta una zona oscura del cerebro en la que se encuentra el dolor. El cerebro no se relaciona con la fuente original de materia existente fuera de nosotros, sino con una copia eléctrica de la misma.
Esta convulsión cuántica me dejó extenuado. No solo no era escritor sino que además no existía, o por lo menos como yo creía. Mi realidad, o sea yo, se debía encontrar en una esfera lejana en la que únicamente era unidades de información (bits) que se reflejaban en este lugar exacto del universo.
Así que si dejaba de ingerir alimentos no ocurriría nada. Mi volumen holográfico (imagen tridimensional) iría menguando igualándose a la realidad original (bidimensional), convirtiéndose en un único ser, que, a la postre, destrozaría las leyes de la física.

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