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sábado, 14 de enero de 2012

BLANCO



Por fin iba a llegar al final en ese tedioso trabajo que era la corrección de mi novela. La escritura me embaucaba y me sumergía hasta el punto de perder a todos aquellos que me rodeaban. Era un proceso embriagador, una época de borrachera lingüística. Pero el proceso de corrección era otra cosa. Desde que un muy buen amigo mío, escritor también, me había sugerido que corrigiese más mis escritos porque encontraba algunos excesos gramaticales, la corrección de éstos se había convertido en un tedio. Y además, para qué negarlo, esas palabras habían herido mi orgullo.


Pese a la mala leche que durante dos meses se había adueñado de mí, conseguí darle, por última vez, al enter de mi ordenador. era demasiado tarde y no quería abrir otra botella de licor para realizar la que sería postrera tarea, imprimir una copia. eso lo dejaría para la mañana siguiente. Antes de marcharme a la cama me conecté a internet, revisé el correo y me bajé un programa gratuito para convertir documentos.

Cuando a las once de la mañana del día siguiente, después de prepararme un café cargado, me dirigí a mi despacho para imprimir la novela, me llevé una sorpresa tremenda: el portátil, tras varios minutos mostrando pantallas repletas de letras, se quedó en blanco. En un principio pensé que se trataba de la pantalla, así que me lo metí en el bolso y me acerqué a una tienda del barrio en la que reparaban ordenadores. Directamente, evitando el cortés saludo, le comenté al dependiente que se había estropeado la pantalla, omitiéndole las ristras de letras que se quedaron colgando de la parte superior de ésta al arrancarlo. El chico joven, con pelos alborotados y la tez blancuzca no debía haber visto la luz del sol en mucho tiempo. Cerraba los párpados para mirar la pantalla, como si fuese miope. Tras cinco minutos esperando dijo:

-No es la pantalla, seguramente es un virus. Tendré que quedármelo, si quieres pásate mañana y te cuento.

Me dieron ganas de exigirle que lo arreglase en ese mismo momento, pero cabreándole no iba a conseguir que lo hiciese más rápido. Si digo que las siguientes fueron las peores horas de mi vida no exagero.

Al día siguiente a las nueve de la mañana me deposité en una mesa de un bar desde el que divisaba la tienda para vigilar a qué hora llagaba el vampiro informático. tras tres cafés y una copa de brandy, a las diez y media, hizo acto de presencia, con la misma cara de lelo e idéntica ropa, el encargado de la tienda. Se puede decir que me abalancé sobre él sin darle tiempo a acabar de subir la persiana metálica.

-¿Sabes algo de mi portátil?

-Sí- dijo con indiferencia -está hecho polvo. Hay que formatearlo y puede que cambiarle el disco duro.

-Ya, tradúceme eso.¿quieres decir que es mejor que me compre otro?

-No, no, que va. Si tampoco va a ser tan caro. Por doscientos euros te lo dejo nuevo.

-¿Cuánto tiempo te costará repararlo?

-Tengo mucho trabajo, déjamelo esta semana. A ver si el viernes lo tengo.

-¿No puede ser antes? es que quería imprimir unas cosas que tengo guardadas.

-¿Imprimir de aquí?- dijo riéndose y señalando el trozo de plástico y electrónica que tenía bajo sus manos- de aquí no vas a poder sacar nada, está caput.¿tendrías una copia de seguridad?

Mi vergüenza al escuchar las palabras copia de seguridad fue tan grande que me llevó a a mentir.

-Claro, ¿crees que estoy tonto? el viernes bajo a por él.

Esa noche, frente a una botella de ron, se me presentó un dilema que iba a cambiar definitivamente mi vida: ¿sería capaz de volver a escribir la misma novela? Si lo hacía, la rabia me devoraría en cada letra y así sería imposible escribir nuevamente las 320 páginas. Pero si no lo hacía, puede que esa decisión me enterrase como escritor, puede que nunca volviese a escribir una letra.

Eso ocurrió hace tres años. En ese dilema sigo desde entonces. Ni que decir tiene que no me pasé por la tienda para recoger el que había sido el culpable de mi fracaso como escritor.






dedicado a Marisa

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