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lunes, 31 de octubre de 2011

DESCANSE EN PAZ (en mi memoria)



Siempre había pensado que resultaban graciosas esas historias que escuchas de personas que se cuelan en una boda, en el banquete quiero decir, sin ser invitados, pero nunca me imaginé a mí mismo haciéndolo. Y no se puede decir que lo haya hecho, o no exactamente. Sí que es cierto que me colé, pero no fue en una boda. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero de no hacerlo no podría comenzar este relato, así que echándole un poco de valor, o quizá dejando los prejuicios a un lado, os diré que me colé en un funeral. Sí, sí, en un entierro. Y digo me colé porque aunque en los funerales no se asiste por invitación, es necesario conocer al protagonista o cuanto menos a su familia. En esta ocasión no se cumplía ninguna de las dos hipótesis; ni había sido invitado, ni conocía al difunto. Simplemente estaba en el lugar indicado en el momento determinado, vamos una confluencia de casualidades.
Con un poco de timidez o de vergüenza me introduje junto con los últimos y apesadumbrados asistentes y como si de una procesión se tratara les seguí hasta el último banco de la barroca iglesia del perdido pueblo en el que me encontraba, también por casualidad. Las últimas filas, al igual que ocurría en el colegio, siempre dan pie a poder comentar aquello que se te ocurra con una censura mucho más tenue; no la censura del párroco, éste era un poco caduco, sino la de los del banco de delante.
−Pues yo no me había enterado de que estaba enfermo −comentó con un susurro la anciana que estaba a mi derecha.
−Sí, yo tampoco sabía nada −contestó el que parecía, por la gran similitud física, su hijo.
Siguieron hablando, sin preocuparse de las miradas del resto de compañeros de banco, de las bondades del difunto. Se trataba de un hombre de mediana edad, rondando la cincuentena, más o menos como yo, parecía estar en la mitad del viaje, o del desierto, cuando le sobrevino la muerte. Una ligera y reciente calvicie parecía haber querido anticipar o delatar su estado de salud, la voz, pese a todo, se mantenía igual de potente y segura que siempre. Finalmente me inmiscuí, tenía que dar mi opinión.
−Sí, realmente tenía una voz potente.
Incluso me atreví a añadir.
−Voz potente y carácter fuerte, eso sí, buen tío.
La pareja me miró con pesadez, a la vez que asentía con un gesto para posteriormente permanecer en un silencio definitivo. Ese silencio me estaba resultando incomodo, yo quería seguir hablando del difunto, así que me levanté y avancé dos filas, para colocarme al lado de una mujer, también de mediana edad, pero una mediana edad más juvenil, mejor llevada, menos desgastada, o puede que no fuera tan mediana edad.
−Buenas tardes −le dije intentando entablar una rápida conversación. −Buenas.
Tras cinco minutos esperando, deseando que me dirigiera la palabra, alentándola con tímidos suspiros y resoplidos cada vez que el cura mencionaba el nombre del difunto, por fin se decidió a darme conversación.
−No me lo puedo creer, ayer mismo se encontraba perfectamente −dijo mientras su dedo jugaba a desenroscar un tirabuzón dorado de su cabellera− cenamos juntos y luego se marchó a su casa, parece que le dio un infarto.
−¡No somos nadie!
Cómo se me había ocurrido contestar con semejante, estúpida y hueca, frase de plañidera. Si con ella pretendía que me dijese algo más, estaba equivocado.
−Y ni tan siquiera puedo acercarme a verle, a despedirme. Me tengo que conformar con permanecer aquí detrás anónimamente. Desearía ver por última vez su piel morena, sus pobladas cejas, cogerle la mano y decirle adiós´ darle un beso de despedida y pincharme con los pelos de su bigote cano.
−Sí, algunos debemos, anónimamente, acompañar a nuestros seres queridos −contesté, con más acierto, mientras me rascaba el bigote cano y depositaba una mano encima de su rodilla.
Después de unos segundos, ella se sacudió la pesada carga de mi mano con un golpecito acompañado de un gesto de incomodidad, lo que me obligó a levantarme y seguir avanzando.

Tres filas más y me encontré junto a un chico joven, con el pelo largo y algunos pesados gramos de metal en sus dedos y colgando de sus orejas. Estaba quejándose a su madre por haberle obligado a venir.
− ¿Por qué he tenido que venir?
− Porque es familia nuestra.
− ¿Familia nuestra? Quién lo diría, no nos veíamos hace… ¿cuántos años? ¿diez? No me vengas con cuentos, mamá. Me tendría que levantar y marcharme. Además era primo tuyo, así que tendrías que haber venido sola.
− Ya está bien. ¿Quieres callarte?
− ¿Seguro que era primo tuyo? Porque no nos parecemos en nada. El era flaco y con buen porte y nosotros gordos y estrafalarios. Míranos, mamá. ¿Qué hacemos aquí?
− A ti, ¿no te gustaría que la gente viniese a tu entierro?, que pasasen una última vez ante ti para despedirte.
− Pues no. Además, ¿cuántas veces pasó él a vernos a nosotros? Ni tan siquiera en los cumpleaños o en Navidad. La última vez fue en mi comunión. Ya te digo. Y me obligas a venir. Si te tenía que haber mandado a tomar por el culo –dijo por lo bajini para que su madre no escuchase estas palabras finales.
− Ya está bien, ¡cállate!
Después de estar un rato escuchándoles, era el turno de dar mi opinión:
−Era un hombre ocupado –dije pausadamente para darles tiempo a que se girasen, me viesen y prestasen atención a aquello tan importante que tenía que decirles −Difícilmente encontraba un hueco para dedicar a los seres queridos, pero, no obstante, se acordaba de todos nosotros. Alguna vez, he llegado a saber, nos echaba de menos.
−Sí, es verdad. En alguna ocasión, hablando con él por teléfono, me llegó a confesar lo que nos envidiaba, las ganas que tenía de dejarlo todo y vivir más próximo a los suyos. Se acordaba de nosotros, sí que es verdad, se acordaba.
−Pues para comprarse coches y barcos sí que tenía tiempo, Dile a la tía Rosario lo del tiempo, pregúntale con quién lo pasaba, a ver qué te dice…−añadió el peludo con una clara falta de respeto hacia su madre e incluso hacia la homilía estaba realizando el párroco. Con gusto le hubiese dado el sopapo que le había hecho falta a ese energúmeno de joven, pero ahora ya era tarde.
−Eso era asunto suyo – dijo la madre indignada, pero con total falta de repercusión en el indolente hijo.
−Pero si era una cuernuda que no se enteraba de nada.
−Ya está bien. Márchate inmediatamente.
A la vez que se levantaba el insumiso joven para marcharse, aproveché para adelantarme tres filas, adentrándome en el dolor húmedo. Me abrí paso entre pantorrillas (todos, en ese momento, se encontraban arrodillados) y ocupé un hueco que quedaba entre dos ancianos.
En cuanto el cura permitió que las rodillas de los creyentes descansasen, el abuelo de mi izquierda preguntó:
−¿Conocía usted a Luís?
En ese momento debía actuar por intuición, era un riesgo, pero debía ser así si quería seguir escalando posiciones.
−Claro que sí, don Luís –le contesté dando por hecho que se trataba de su padre y que también se llamaba Luís.
Esperé acontecimientos. Si mi intuición había fallado, pronto me daría cuenta y tendría que salir corriendo, pero si no era así, me habría ganado la confianza de su padre.
−Perdone, es que olvido muchas cosas –dijo con una sonrisa que se escapaba entre los pelos blancos de su bigote y unos ojos vidriosos que no hacían más que resaltar sus cataratas− ¿Era usted amigo suyo?
−Claro, don Luís. De toda la vida; la de correrías que hemos pasado juntos.
Estaba lanzado, ya me atrevía con todo, así que continué:
−Bueno, nos queda el consuelo de que ahora hará compañía a su madre.
El anciano comenzó a llorar audiblemente; había dado en el clavo. Como no había ninguna mujer a su lado me atreví con la segunda intuición y sus lágrimas delataron que así era.
−¿Cómo se llama usted? Es que no lo recuerdo –me contestó limpiándose los ojos y la nariz, en ese orden, con un pañuelo de tela azul.
−Luís, también –le contesté.
−María, mi mujer, sí que se hubiese acordado de usted. Tenía muy buena memoria y conocía a todos los amigos y amigas de Luisito.
El sacerdote estaba en ese momento repartiendo entre los creyentes, que guardaban religioso turno, el cuerpo de Jesucristo. Fue una ocasión perfecta para levantarme, después de haber dado unos golpecitos en la rodilla del padre del difunto. Me puse en último lugar de una fila que iba avanzando a buen ritmo. En pocos minutos un hombre viejo que iba vestido con una túnica violeta estaba depositando en mi boca abierta un buen pedazo de fe cristiana. Lo ingerí como pude y a la vuelta ocupé un lugar libre en el primer banco, junto al féretro. La mujer que quedó a mi lado con un traje entallado negro compuesto de chaqueta y falda por encima de las rodillas, se me quedó mirando con extrañeza. Arqueó las cejas y abrió enormemente los ojos. Pareció reconocerme, o eso quise creer. La incertidumbre por la seguridad con la que yo cogí su mano, hizo que callase y no me preguntase quién era; únicamente hizo este comentario:
Esperaba que este hueco lo ocupase una mujer, nunca creí que Luís se lo reservase a un hombre. Sin tiempo a que yo diese una respuesta, se levantó al igual que el resto de asistentes y fue saliendo junto al féretro, a mi lado. Mi proximidad a la caja me obligó a empujarla junto a tres hombres más que se pusieron a mi lado rodeándola. Antes de que cerrasen la tapa aproveché para mirar dentro y ver un difunto con aspecto de dominar la situación justo en este postrero momento. En la puerta del templo dos empleados de la funeraria nos apartaron y se hicieron cargo de la camilla sobre la que se transportaba el ataúd para introducirla en un coche que les espera escaleras abajo con el portón trasero abierto. Me puse a un lado, justo entre la viuda y don Luís y fui recibiendo junto a ellos todas las muestras de cariño y condolencia de cada uno de los asistentes. Aquellos que habían compartido banco conmigo me miraban con más asombro que el resto, pero yo con porte mayestático permanecí quieto, afligido y condescendiente. Una vez el último de los asistentes se despidió de nosotros con un escueto, esperado y sobado “te acompaño en el sentimiento”, la viuda se dirigió a un Jaguar negro que conducido por un joven la estaba esperando con la puerta abierta. Yo la cogí del brazo, la ayudé a entrar y posteriormente me colé junto a ella.
Nos dirigimos en procesión hacia el cementerio del pueblo que se encontraba a las afueras, junto a las faldas de una gran montaña, que además daba nombre a la localidad.
Una vez dentro del coche y a salvo de cualquier escucha, me dijo tuteándome:
−Te has dado cuenta que la descarada de la amante se ha atrevido, no solo a venir, sino también a darme las condolencias. Luís era un sinvergüenza hasta para hacerme pasar este ridículo delante de toda la familia y amigos, para humillarme una última vez.
Debía contestarle algo propio de alguien tan cercano como yo ya era:
−Siempre se caracterizó por hacer lo que le daba la gana, sin importarle los demás. Ese, que era su gran defecto, también era su gran virtud. Fue capaz de hacer el mayor de los daños y provocar la mayor de las alegrías con la misma acción.
Nada más acabar de decir la frase, me sentí orgulloso de mí mismo y supe que además había acertado con el comentario. Nadie podría dudar de que conocía muy bien al difunto. Cuando llegamos allí, muchos menos de los que habíamos asistido a la iglesia, rodeamos el agujero donde depositarían el ataúd y el sacerdote le dedico una concluyentes frases hechas a la vez que los familiares tiraban encima del féretro alguna de las flores que habían arrancado a las coronas. El ataúd fue bajado por medio de unas cuerdas sujetas a los brazos de cuatro operarios fornidos y barrigones. Todos fueron abandonando, primero el agujero negro que quedó en cuanto el ataúd fue depositado en el fondo, y luego el cementerio. Posteriormente los operarios taparían el agujero con la enorme y pesada pieza de mármol que lo cubría. La viuda fue la última, junto con don Luís, en abandonar el recinto amurallado por cipreses-
Por fin me quedé a solas junto a la rectangular negritud, junto a la pulida y ornamentada caja de madera de cerezo y junto al difunto. Me acerqué todo lo que pude sin caer, me agaché para asomarme y finalmente di un salto que me depositó encima del ataúd. Una vez bajo retiré las flores y las coronas, abrí los seis cerrojos, levanté la tapa y me introduje dentro, en el lugar que me correspondía.
Cerré los ojos haciendo un esfuerzo por comprender el frío silencio que me rodeaba y recordé, o quizá escuché, a mi abuela repitiendo una palabras que me había dicho en más de una ocasión: “Siempre quieres ser el protagonista. El recién nacido en el bautizo, el novio en la boda y hasta el muerto en el entierro” Esta palabras me daban la razón, y no solo eso sino que me daban, también, la paz que me merecía.
Ya solo me quedaba una cosa por hacer, bajar la tapa y aceptar, por fin, el descanso eterno.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado todo el relato...muchisimo.
    Ser héroe de nuestra propia vida.hay una frase que decimos muchos y que dice que es mejor ser protagonista de nuestra propia vida que ser espectador de la vida de otros.

    Su

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  2. Me alegro mucho de que te gustara Su. A veces llevamos el protagonismo al límite, quiero decir que no sabemos dónde debemos detenernos. Un abrazo y gracias por tu comentario

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