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domingo, 22 de abril de 2012

Y al amanecer

Todos las noches nos llamaba con cualquier excusa, aunque debería decir me llamaba. Siempre a la misma hora cuando oíamos la sirena con su wau, wau, nos poníamos en pie, bajábamos por la barra brillante, subíamos a la furgoneta y de camino a su casa nos ajustábamos el uniforme y el casco. Sabíamos lo que nos esperaba, pero era nuestra obligación. Parábamos el vehículo frente a su portal y accedíamos a su domicilio llamando previamente. Ella nos estaba esperando, nos hacia pasar a la cocina y comenzaba a aspirar el aire poniéndose la mano en la nariz y haciendo gestos de mareo. Mientras cerrábamos el mando de la encimera nos iba recordando, todos los días igual, la falta que le hacía su marido, lo sola que se encuentraba, lo mal que hacía las cosas, etc. Abriamos la ventana de la cocina y la puerta de la calle para que la corriente de aire se llevase el olor dulzón del butano. Ella nos miraba con lagrimas en los ojos, nos suplicaba que nos quedasemos un rato a su lado, que la acompañasemos mientras se tomaba un café. Le contestábamos la misma rutinaria frase todas las noches: los bomberos no estamos para eso, señora. Con gusto me quedaría escuchando sus quejas, y ella lo ve en mi mirada cada día. Nos acompaña hasta la salida cogida a su muleta y a mi brazo. Me lo aprieta con toda su fuerza para que sienta su necesidad, me quedaría, finalmente me despide por mi nombre secándose con un pañuelo las lagrimas que todas las noches derrama, me quedaría. Hoy todo ha sido diferente, la sirena se ha quedado muda a la hora en la que solía reclamarnos. Era un silencio sonoro, como el de Camarón, que me inquietaba bastante más de lo que había imaginado. Pese a haber deseado que este día llegase, ahora que lo tenía delante, no sabía comportarme con normalidad. Me fui directo al despacho del jefe de unidad con la intención de convencerle para que fuésemos a ver a la mujer. Me contestó lo mismo que, día tras día, le decía a ella, con el mismo tono grave y porte mayestático: ¿crees que los bomberos estamos para eso? Deseaba que acabara mi turno para presentarme allí. Fueron unas horas interminables. Me negué a jugar a cartas con mis compañeros, mostrando mi enfado e indignación por el acto que estábamos cometiendo. Finalmente amaneció. Dejo mi moto, sin candar, frente a su edificio y subo los escalones de dos en dos. En un momento estoy frente a su puerta que se encuentra abierta. Me dirijo directamente a la cocina. Al pasar por el comedor no puedo dejar de mirar la foto familiar de la comunión de su único hijo. Ella, su marido y el diminuto chico vestido de marinero con el pelo peinado con raya al lado. Con esa imagen en la mente abro la puerta de la cocina que se encontraba entornada y me encuentro a la anciana sentada frente a un café con leche. El olor es insoportable. Cierro la llave de paso y abro la ventana, como todos los días. Cojo su mano rígida y fría y esta vez es a mí a quien le caen dos lagrimas al mismo tiempo que le pregunto en voz alta: ¿Por qué no me llamaste como cada noche?, mamá

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