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lunes, 26 de marzo de 2012

Síndrome de Zelig



Salí a la calle con la misma expresión tonta en la cara y pasmado como todos los días. Era algo que ya se había convertido en rutinario. Hasta yo me había acostumbrado a ver esa ridícula expresión en el espejo. El doctor había dictaminado que padecía el síndrome de Zelig -qué sabia él- me pregunté observando su bata blanca a la vez que le decía que esa enfermedad no existía. Él insistió en que desde que en 1983 se rodara la magnífica película de Woody Allen, que llevaba ese nombre, se habían detectado varios casos en que el paciente tenía una sintomatología similar a la del personaje de Leonard Zelig. Menuda estupidez -pensé nada más ver la película. No recordaba qué datos le había dado al doctor, pero decidí no volver a su consulta. Una vez en la calle me dirigí atolondradamente hasta el café de la esquina. Me acerqué hasta la barra, me senté en un taburete y le pedí al camarero argentino (puede que uruguayo) que me sirviese rápidamente un café. No sé por qué razón le insistí de esa forma porque no tenía ninguna prisa. Él me miró con mala cara y una vez me hubo servido la taza se salió de la barra, con una bandeja repleta de almuerzos, hacia la terraza. Sin dudarlo un instante me incorporé, di un sorbo largo hasta agotar el café y me colé detrás de la barra. Cuando llegó otro cliente le pregunté qué deseaba imitando a la perfección el acento porteño. Le serví, con una práctica que me extrañó a mí mismo, un par de cafés con leche y dos croissants sin dejar de mirar por la cristalera del bar para ver cuándo acababa el encargo el camarero. Salí a toda prisa y me volví a sentar en el taburete sin prestar atención a los dos croissants que se habían quedado un poco alejados de sus propietarios. Con toda naturalidad pasé el brazo por detrás de sus espaldas y se los acerqué un poco aprovechando que el sudamericano estaba girado nuevamente hacia la cafetera. Síndrome de Zelig, menuda estupidez -dije en voz alta para que me oyese el despistado camarero. Éste se giró y otra vez con mal gesto me preguntó si deseaba algo más. ¿No tendrás un poco de mate? - le contesté imitando descaradamente su deje tonal. Me acercó un vaso plateado relleno de yerba mate con una pipa metálica. Cogí el vaso con las dos manos y esperé de pie en la esquina a que volviese a atender a los clientes de la terraza. De nuevo me colé detrás de la barra, ésta vez todavía con más decisión que la anterior. La había hecho mía y no me daba miedo que me viesen usurpando su lugar. Me movía dentro de ella como pez en el agua. Abría todas las cámaras como si fuesen mías. Cuando un par de jóvenes trajeados de idéntica forma me pidieron un par de bocadillos tuve la osadía de caminar quince pasos hasta lo más profundo de la barra y asomarme al ventanuco que comunicaba con la cocina. Una mujer con gafas redondas, estilo Lenon, y pelo recogido en un topete me miró con un gesto enigmático y me dijo: ¿qué será Leonardo? Yo, con cara de sorpresa, le contesté que quién era ella. Me sonrió moviendo la cabeza de izquierda a derecha y respondió: Eudora, amor. ¿No me conocés?

6 comentarios:

  1. Gracias Anita, a veces me ocurren cosas muy extrañas...

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  2. Pues esta es de las mejores cosas extrañas que se te han ocurrido! Me diverti.

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  3. Ja, me alegra que te divirtiese, Inma. A veces nos pasamos la vida imitando comportamientos sin saber por qué lo hacemos. En fin, a este Leonardo le ocurre algo similar sin ser él muy consciente de ello.

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  4. La mejor definición del síndrome de zelig !! o si lo quieres llamar síndrome del espejo.

    Saludos Silvia Paulina

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    1. Pues muchas gracias Silvia Paulina. La verdad que a veces el espejo puede devolver algo que no nos guste.
      Saludos

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