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viernes, 2 de marzo de 2012

Un día en el zoo


Hay días que amanecen nublados y aquel día era uno de esos. Lorenzo se levantó con el pie torcido, la espalda dolorida y sin ganas de tomar el desayuno que le devolviera la ilusión por seguir adelante. Puede parecer ridículo, pero era así, su única motivación era tomar sus tres buenas comidas diarias. Conocía todos los rincones de su localidad. Era un lugar pequeño, aunque no lo suficiente para que Lorenzo se agotase recorriéndolo durante todo el día. Siempre había sido alguien obediente y un buen padre de familia, pero desde que sus hijos se habían marchado a otra ciudad y su pareja había muerto nada era lo mismo. Se asomaba durante horas a la ventana viendo cómo la gente pasaba por su lado y no se cortaba ni un pelo para mirarle con indiscreción. Los más pequeños le señalaban sin pudor y los más indiscretos se atrevían a hacerle alguna foto con el móvil. Él les observaba sin pestañear, con una mirada melancólica que se refugiaba en el recuerdo. De vez en cuando se levantaba para hacer sus necesidades y lentamente volvía a ocupar exactamente el mismo lugar. Cuando toda su familia estaba junto a él nunca se preocupó de toda esa gente, pero ahora le parecían animales. No respetaban su soledad, ni tampoco la decisión que había tomado, de morir tranquilo, el mismo día que su pareja falleció en sus brazos. Ya había pasado mucho tiempo desde ese día, aunque no sabia exactamente cuánto porque nunca había aprendido a contar por más que se empeñaron cuando él todavía era joven. Hacía ya dos inviernos que Luna no estaba, puede que cinco estaciones y Lorenzo no había podido olvidar su piel morena y su cara chata. Al principio odió a los fisgones, se cabreaba y les lanzaba aquello que encontraba cerca, pero ya no. Aunque su cara fija en el cristal hacía entender a aquellos que paseaban por allí que eran observados, Lorenzo tenía la mirada perdida en el infinito evocando la imagen de Luna. Y cuando alguna vez, volviendo a esa realidad de la que quería huir, se quedaba mirando a esas personas, lanzaba un gruñido al aire pensando en lo injusta que era la vida. Eso era lo que más gustaba a los que ya habían convertido el paso junto a la ventana en una afición dominical. Lorenzo, aun así, nunca deseo cambiar los papeles. No podría permanecer con esas ropas y esas expresiones bobas ni un minuto. Él pese a todo prefería seguir mirando por el cristal, desnudo mientras despiojaba su piel oscura tapada por el áspero pelo negro característico de los de su especie.

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