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miércoles, 12 de junio de 2013

Le flâneur



Le observé salir de casa, como todos los días no parecía muy animado. Volver a cruzarse con la desconocida multitud era algo que en otro tiempo le había parecido excitante, pero todo eso había cambiado. Cada gesto, cada mirada de cada uno de los transeúntes le parecía una invasión de su intimidad. Sentía que la ciudad había sido adulterada, que las murallas servían de barrera de contención de un enorme burdel con muchas más prostitutas que clientes . Dudó en qué categoría encuadrarse a sí mismo; quizá en ninguna de ellas. Sólo era un fisgón que había sido descubierto y al que yo iba a echar de un puntapié en el culo.
Eso es algo que también me ocurre a mí, creo que de alguna forma soy, como él, un fisgón, un estafador, un cleptómano de todo lo ajeno.
Se sentó en un banco cualquiera de la ciudad. Sobre él dos cielos: uno de ellos azul, nítido, infinito, real, el otro negro, abstracto, demasiado próximo y quizá más real. Él mismo parecía ocupar el vórtice que separaba en dos mitades perfectamente asimétricas esas dos realidades.
Yo observaba esa aburrida escena en cámara lenta sin inmutarme. Qué más daba que el cielo se resquebrajase y como un cuchillo se le clavase en el estómago practicándole ese particular seppuku. Estaba harto de ese ridículo flâneur y su cuestionamiento acerca de la humanidad. Le arrojé tres gotas de agua tan grandes que le empaparon por completo; fue entonces cuando él, por primera vez, miró hacia el cielo.
            −Deberías protegerte más− le dije.
            −¿Quién eres tú?− contestó.
            −Alguien que sabe exactamente lo que va a ocurrir; con que sepas eso es suficiente, así que yo de ti pensaría en largarme.
            −¿Acaso eres Dios?, aunque no imagino a Dios hablando de la forma en que tú lo haces conmigo.
            −¡Qué quieres decir con eso?¿Te parezco osado?
            −No, no osado, más bien grotesco. En fin, me gusta mojarme, creo que me quedaré aquí.
Tengo que reconocer que esperaba que me tratase con más condescendencia. En un principio me despistó.
            −Dios no tiene tanto poder como yo. Puedo hacer lo que me de la gana contigo. Simplemente te aviso de que en este preciso instante un tornado de dimensiones bíblicas está a punto de acogerte en sus brazos.
            −Déjame en paz.
            −Podría hacer que el viento te elevase por los aires con tanta violencia que tus extremidades se separasen del tronco y apareciesen en otra parte del planeta. Podría causarte el peor de los males y sonreír mientras te viese sufrir.
            −¿Qué puede haber peor que esto?− interrumpió.
            −¿A qué te refieres con eso?
            −A ti, ¿qué si no?
            −Me estás empezando a cabrear− grité a la vez que un rayo caía en sus pies quemándole la punta de los zapatos e impregnándolo todo de un olor a piel de borrego quemada. Él levantó la cabeza intentando buscarme sin llegar a ver nada.
            −¿Qué haces mirando hacia arriba? Ya te he dicho que no soy Dios.
            −De eso ya me he dado cuenta. Si tu poder se limita a hablar sin parar y enviarme un ridículo relámpago, está claro que no eres ningún dios; es más no les llegas ni a la suela de los zapatos.
            −Basta, mi poder es mayúsculo. Puedo dejar de escribir esta historia y tú desaparecerás instantáneamente. Soy yo quien dirige mis dedos, quien presiona las teclas del ordenador, quien te  ha creado, quien te da vida palabra a palabra. Tú vives gracias a mí. Te preocupas porque yo quiero que lo hagas. Cuando estás triste es porque yo lo he decidido. Quién si no determinó que fueses un flâneur. ¿Todavía no te has dado cuenta que soy el escritor?
            −Por supuesto que me había dado cuenta. Eres tú el que aún no ha aceptado que si yo muero también tú lo harás, así que no me preocupo lo más minimo. Si el tornado me engulle y descuartiza en minúsculos trozos, tú te encargarás de recomponerme y darme vida nuevamente porque todavía no está escrito todo.

1 comentario:

  1. Siempre es bueno recordar lo olvidado y Tu elección es magnífica.

    Saludos, Anna Genovés

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