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jueves, 30 de mayo de 2013

Aquilino (parte II)



Cómo Aquilino acabó de esa forma, tratándose de un personaje de éxito que habitualmente llenaba las portadas de las revistas del corazón, es algo que dará tiempo a relatar mientras el coche patrulla se lo lleva a comisaría esposado y casi amordazado, y todo para evitar que alguna oreja acabe perforada por sus caninos; también es cierto que cuando los agentes le redujeron y vieron su boca ensangrentada no pudieron dejar de pensar en el doctor Lecter (y es que el cine tiene la capacidad de anular cualquier tipo de lógica, quiero decir que no anda el mundo lleno de Hannibales y cruzarte uno por la ciudad se me antoja complicado, teniendo en cuenta que Aquilino no era ciudadano americano, algo que, por otra parte, ya habrá descubierto el lector). Como decía, Aquilino, en otra época, disfrutó del éxito: premios, dinero, mujeres, entrevistas, etc. Llegar a ese estado a través de la literatura es tremendamente complicado, de hecho no ocurrió exactamente así, más bien la literatura, la mala literatura, le trajo algún premio, éste le llevó a alguna fiesta, y en ellas conoció a alguna mujer que quizá era demasiado famosa. Y él demasiado influenciable. El dinero de los premios duró poco, las mujeres guapas el mismo tiempo que el dinero y a las editoriales se les agotó la paciencia con tanta rapidez que Aquilino no pudo reaccionar. No fueron estos los únicos abandonos, ya que la inspiración siguió el mismo camino. Sin fiestas, dinero, mujeres y algo que escribir, sólo le quedaba pasar el rato en el único lugar en el que todavía disponía de crédito, el bar de la esquina. El barman anotaba en un bloc a cuánto ascendía la deuda. Entre trago y trago de bourbon buscaba los responsables de sus desdichas. Las ruedas chirrían por el frenazo brusco del vehículo frente a la puerta de la comisaría. Aquilino deja el asiento húmedo y con un insoportable hedor que enseguida se adueña del coche. El agente le hace salir de un empujón a la vez que le dice a su compañero que lleve el coche al garaje para que lo limpien. Aquilino se sienta, esposado, frente a un agente vestido de paisano y lo primero que le llama la atención es una figura que le resulta demasiado conocida, alto, bien parecido, seguro en cada uno de sus movimientos, casi avasallador, su voz también suena muy familiar. El hombre de mediana edad se da la vuelta y se le queda mirando fijamente. Aquilino se intenta incorporar de un salto para abalanzarse sobre él, pero las esposas se enganchan en el respaldo de la silla y se cae de bruces contra la mesa del detective golpeándose la cara contra un crucifijo de madera y dejando todos los papeles manchados de sangre. Intenta hablar, pero la mordaza no le deja articular palabra. Dos agentes caen literalmente sobre Aquilino, propinándole, uno de ellos, un fuerte puñetazo en la riñonada. Sonidos incomprensibles se filtran por la tela de la mordaza, aunque una misma tonadilla los caracteriza a todos ellos. Como Aquilino no para de repetir esos mismos aullidos guturales, el agente de paisano ordena a los otros dos, de uniforme, que le retiren la mordaza. Es entonces cuando se escucha claramente la palabra que repite incansablemente Aquilino: Parrado.

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