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sábado, 3 de noviembre de 2012

La sala



Las paredes lisas soportaban el peso de todos los nombres de los presos, que habían pasado por allí, rayados con cualquier objeto punzante. Una ventana escondía, con su suciedad, los seis barrotes de hierro que le recordaban que estaba encerrado. Es un tópico que todos los condenados sean inocentes, pero él no podía quitarse de la cabeza la injusticia que se había cometido. Siempre pensó que la justicia tenía dos caras: la del denunciante y la del denunciado. Estaba en un error porque tiene una tercera: la del juez.


- Ernesto Buenaventura, Fernando Sospedra, agente doscientos cincuenta y ocho- dijo el auxiliar reclamando su presencia frente a la sala número quince del juzgado.
Se encaminó con rapidez hacia la puerta, quería acabar rápido con ese tramite. Olvidarlo. Aprovechó para saludar al agente, pero éste le denegó la palabra con gesto serio.
- Ernesto, pase usted ahí delante, a la derecha.
El auxiliar le paró poniéndole una mano sobre el brazo y le indicó que se sentase en la izquierda del banco. Al otro lado del asiento de madera se colocó el agresor. Le recordaba perfectamente, bien afeitado, con el pelo peinado hacia atrás con un poco de gomina y un traje a la moda con la corbata verde y estrecha. Se miraron de reojo.
- ¿Ernesto Buenaventura? Levántese -dijo la juez observando con cierta extrañeza que los dos se habían puesto en pie.- Usted no, siéntese. Después será su turno.
- Pero si yo soy Ernesto -protestó sin demasiado convencimiento mientras se quitaba la chaqueta vaquera y dejaba al desnudo los dos brazos totalmente cubiertos por la tinta negra de sus tatuajes. Tuvo la sensación de que en ese momento todos le miraban.
- Le digo que se siente, luego será su turno.
Se quedó en silencio. Frente a él, en el estrado, estaba la juez. Era morena y joven para lo que él pensaba que debía ser una juez. Su pelo, ligeramente ondulado, caía por encima de la toga. Los pendientes dorados, demasiado grandes para no verlos, resaltaban sobre ese fondo oscuro y le mandaban hipnóticos reflejos. Muy guapa -pensó. A cada lado de ella había dos hombres vestidos también con toga. Tras una mesa lateral estaba sentada la fiscal, aunque eso lo descubrió posteriormente. Frente a esa mesa había otra exactamente igual en la que trabajaba el auxiliar haciendo compulsivas anotaciones sobre diferentes papeles. Tras él seis filas de bancos vacíos agrandaban una habitación de dimensiones reducidas.
- Ernesto Buenaventura, ¿Se reafirma usted en la denuncia?
- Sí, me reafirmo -dijo el joven antes de ser interrumpido.
- Pero Ernesto soy yo. Yo soy Ernesto Buenaventura. Yo, no él.
- Cállese de una vez, si persiste en esta actitud le desalojaré de la sala -afirmó la juez levantando el dedo índice.- Relate usted los hechos.
Mientras él enrojecía de impotencia, su compañero de banco narró cómo fue atracado mientras paseaba por la Gran Vía a las doce del mediodía. Cómo fue amenazado con una navaja y, al sentir un leve pinchazo en su costado, le dio todo lo que llevaba: cartera, reloj, anillo, móvil, iPad y abrigo. Por suerte un agente de paisano que vio lo que ocurría lo detuvo unos metros más adelante.
La sala quedó en silencio y la juez instó al fiscal para que realizara sus preguntas.
- Sí, gracias señoría. Recuperó, entonces, sus pertenencias. ¿No es así? - preguntó la fiscal dirigiéndose al joven trajeado.
- No, antes de ser alcanzado por el agente los lanzó al suelo y las personas que los recogieron desaparecieron al instante.
- ¿Me está diciendo usted que los transeúntes robaron sus pertenencias?
- Sí, así es.
- Y, ¿qué valor calcula que tenían todos esos objetos robados?
- Eso no es así. A mí fue a quien robó ese capullo mentiroso. -interrumpió nuevamente sin poder entender qué es lo que estaba ocurriendo en esa maldita sala.
- Es la última vez que se lo repito. No voy a tolerar este desacato ni una vez más, ¿queda claro?
- Le repito, Sr. Buenaventura, ¿Qué valor tenían esos objetos?
- Cuatro mil euros y seiscientos más que llevaba en efectivo.
- Está bien, no hay más preguntas señoría.
- Sr. Fernando Sospedra, levántese, es su turno. ¿Está usted de acuerdo en que los hechos que se han relatado ocurrieron de esa forma?
- No, bueno, los hechos sí, pero yo no soy Sospedra. Yo soy Ernesto Buenaventura.
- Ya está bien, llévenselo. -interrumpió la juez con un tono demasiado agudo que resonó como una campana en las cuatro paredes de la sala.
Un agente lo cogió del brazo y estiró de él hasta confinarlo en una habitación contigua mucho más pequeña. Mientras tanto en la sala número quince el agente doscientos cincuenta y ocho corroboraba toda la historia. En esa diminuta habitación creyó volverse loco, llegó a dudar de quién era o qué había ocurrido. Pensó que ellos dos eran bastante parecidos, pero no tanto como para que todos estuviesen confundidos. Desde el momento que puso un pie en el juzgado su aspecto ya le había condenado. El auxiliar no le dio opción a identificarse, ni a explicarse. La juez no podía esconder su parcialidad y dio por hecho que él era el atacante. Y ese tal Sospedra era un jeta, un aprovechado que había visto la ocasión perfecta para cambiar los papeles. De nuevo frente a la juez no pudo hablar. Le informaron que el agente había corroborado la historia y que ésta ya estaba vista para sentencia: un año y un día de cárcel, reponer los cuatro mil seiscientos euros sustraídos, una indemnización a Ernesto Buenaventura de tres mil euros por daños morales y una multa de tres cientos euros, cien por cada insulto y cien por desacato. Se lo llevaron esposado. Entró en prisión y tampoco, entonces, revisaron su documentación. Esto es un país de locos -repetía constantemente como si hubiese perdido el juicio.

- Ernesto, sígame. Tiene visita. Es su madre.
- Soy Fernando -replicó a regañadientes mientras sus compañeros de habitación se reían y daban golpes en las paredes y sobre las barras de hierro de sus camas.
Volvía a estar en otra sala. Una habitación pequeña y blanca, sin decoración y con varias mesas y sillas como único mobiliario. Todo lo que había ocurrido en una sala parecida le había destrozado la vida. No podía mirar a su madre a los ojos, como si realmente fuese culpable; la reclusión tenía ese efecto fustigador. Le iba a decir que buscase un abogado, que les dijese quién era realmente, que todo era una confusión, que nunca le contó nada por no preocuparla, que esto se iba a arreglar en unos días, que se haría justicia, que algo así no podía ocurrir en un país como éste. Su madre cortó la madeja en la que habían entrado sus pensamientos con una frase que produjo una implosión en su cabeza:
- ¡Esto acabará, Ernesto. Ya lo verás! El doctor me ha dicho que estás mucho mejor.



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