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viernes, 14 de septiembre de 2012

Pantagruel


Cada día me despierto con la esperanza, ¿digo esperanza?, quizá haría mejor diciendo anhelo, de escribir una gran obra. Una que me inmortalice. Una obra imperecedera que me trascienda. Conforme transcurre la mañana, después de tomar un café cargado, me doy cuenta de que tampoco hoy va a ser el gran día. La frustración que siento me aboca a  la licorera. Es allí donde puedo disminuir mi ánimo derrotista. Una vez aplacada esa euforia matutina, y domado el ímpetu triunfal, asumo el fracaso como algo que forma parte de mí. Es entonces cuando las palabras comienzan a resbalar por mis dedos. Se me caen sin poder recogerlas, ordenarlas o entenderlas. Se escurren, húmedas de tinta, sobre el papel que las espera ansioso de orgasmo como si volviesen de una batalla. Me acuesto tarde y no soy capaz de recordar nada de lo escrito. Es como si lo hubiese hecho otra persona. Ya en la cama siento la necesidad, casi obligación, de leer todo lo que he acumulado, pero el hambre, el frío y la pereza me mantienen acurrucado y abrazado a la almohada. Los delirios se apoderan de mí. El frío me hace sudar y convulsionarme. Ardo por dentro. Siento la necesidad de no dejar escapar el calor que libera mi cuerpo, así que lo cubro con todas las hojas de papel que he manchado durante los últimos meses (horas). Poco me importa que no estén numeradas o que la tinta pueda emborronarse con las gotas de mi propio sudor. Intento leer aquellas que están más próximas a mi cara, pero hace tiempo que los electrones dejaron de correr por mis paredes y no soy capaz de distinguir una sola letra. Un folio se mueve mecido pro el aire que sale de los pulmones y me hace cosquillas en los labios. Se trata de un juego erótico. Lo muerdo, primero tímidamente, luego con sadismo, finalmente devoro a mi hijo hoja a hoja, desde los ojos hasta la ijada. Jadeo por el cansancio y me carcajeo de ello con estas nuevas letras que serán el plato de mañana.

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