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jueves, 27 de septiembre de 2012

Napola


Le observé anudarse el cordón de las zapatillas sin desviar su mirada del suelo de mármol brillante devolviéndole la imagen que todos veíamos. Se colocó la capucha y así tapó su cabeza dejando únicamente su rostro al descubierto. La barba rubia de una semana pinchaba con solo verla, sus ojos azules te penetraban antes de que pudieses apartar la mirada. Cogió su pistola reglamentaria y la escondió en el lugar destinado para ella bajo la axila izquierda. Estaba listo para cumplir la misión, pero todavía permaneció quieto y silencioso observándose en el improvisado espejo; concentrado, pensando en algo que sólo él sabía.


Me vi nuevamente en la Napola, aprendiendo todos esos nuevos conceptos que ya había hecho míos. Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Todos poseíamos una única idea, sin odios ni envidias entre nosotros. Teníamos en quien volcar nuestra ira. Recuerdo las palabras que el propio Adolfo Hitler pronunció para nosotros en 1943: "El frente espero que, en la lucha más fuerte del destino, las juventudes hitlerianas continúen viendo su tarea suprema en la aportación de la mejor cantera militar a la tropa en combate. La voluntad y la actuación nacionalsocialista se debería manifestar cada vez con mayor fuerza en la actitud y en la conducta de la juventud. Así irá creciendo esa estirpe dura que al final solucionará con éxito todas las tares prefijadas por el destino a nuestro pueblo". Prefijadas por el destino a nuestro pueblo. Cómo olvidar estas últimas palabras cuando buscaba en las viviendas, en los edificios, en los almacenes ese olor característico que destilaba el enemigo. Se escondían en inexistentes rincones, se colaban por estrechas ranuras que sólo permitirían pasar a una cucaracha. Con la porra conseguíamos hacerlos salir. A fuerza de golpes secos en sus espaldas y cabezas se iban desmimetizando del entorno. Raras veces tuve que hacer uso de mi luger apuntando justo por encima de esos ganchudos arcos nasales e incrustando un proyectil que tenía un efecto apaciguador en los demás.

Ahora le tenía frente a nosotros, insultándome, golpeando con su bandera nuestros cascos y animando a los otros a que hiciesen lo mismo. Sus capuchas les delataban, pero el resto de la multitud parecía no darse cuenta. Descargué un porrazo en su espalda, así lo habíamos acordado, para que pareciese creíble. No se inmutó, cumplía las órdenes a rajatabla. Empujó las vallas contra nosotros y comenzó a darnos patadas. Aquellos que le rodeaban le miraban con incredulidad, estaban pendientes de nuestra reacción. Ésta no tardó en llegar. Cargamos contra la multitud dando golpes hasta saciar nuestro impulso depredador. Unos se retiraban, otros caían al suelo donde los rematábamos con esa prolongación dura de nuestros brazos que era la ley. Él ya había llevado a cabo su misión, así que podía ponerse de nuestro lado. Le tendí la mano para ayudarle y juntos repartimos todo nuestro sabio aleccionamiento entre los manifestantes. Les seguimos por las calles adyacentes. Vernos desempeñar nuestra misión era un placer. Estábamos perfectamente engranados, con milimétrica precisión. Bajamos las escaleras de la estación de metro de Atocha. Allí estaban acorralados, pero ocurrió algo inesperado. Él cogió a una joven por el pelo dándole un puñetazo en la barriga, me disponía a golpearle las piernas con la porra cuando me miró. Era mi mujer. Su cara de pánico al descubrir que no era un oficinista de la comisaría, como le había dicho, no evitó que el resorte del brazo se soltase y la porra golpease su rodilla emitiendo un sonoro chasquido que se adueñó de todo el edificio dejándolo en silencio. La arrojó entonces al suelo y pasamos a la siguiente víctima. Mientras la reducíamos pensaba en que debió hablar con la chica que nos limpiaba para que se quedase cuidando de nuestro hijo. ¿Estaría ya durmiendo o se habría quedado viendo la televisión?

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