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lunes, 3 de septiembre de 2012

Raskólnikov vs Samsa

No podía dejar de pensar qué le ocurriría si encontrasen el cadáver. Intentó olvidarlo, pasarlo por alto, pero no pudo. Un sueño como laminado le devolvía a esa expresión de pánico de una criatura de seis años asustada por la aparición de un monstruo. Se despertó varias veces inundado de sudor salado, en un charco de sus propios fluidos que no le permitía respirar. Era la acidez de esa agua que se le escapaba por los poros lo que dificultaba la obligada tarea de inhalar aire. Los pensamientos le atormentaban de la misma forma que un niño escarba en un hormiguero con el único objetivo de ver a las hormigas dar vueltas descontroladas en busca del desaparecido agujero. Decidió levantarse, ir a la habitación de su hijo y comprobar si dormía plácidamente. Observándole no pudo evitar ser golpeado nuevamente por el sentimiento de culpabilidad que le acompañaba desde el fatídico instante en el que decidió cometer el asesinato. Se abrazó a su retoño llorando, con la respiración entrecortada, apretando cada vez con más fuerza el inanimado cuerpo que reposaba sobre el edredón. Lo volvió a dejar con suavidad y con sus manos evitó que un río de lágrimas cayese sobre la cara del niño y le mojase. Salió de esa habitación y se refugió frente al televisor, únicamente anuncios de  teletienda que pretendían hacerle olvidar el asunto. No había podido deshacerse del cadáver, le acompañaba no sólo en su pensamiento sino en cuerpo presente. Su trabajo en la funeraria le tendría que haber servido para tomarse con más calma ese peliagudo asunto. Apagó el televisor y se dispuso a dar un paseo antes de que amaneciese. Si no hubiese sido presa de atormentados pensamientos se hubiese dado cuenta de que se estaba encaminando hacia la comisaría. Delante de la puerta del edificio, frente a un joven uniformado se puso a temblar. Las piernas le flaquearon. Se derrumbó y su cabeza hubiese golpeado contra el suelo de no ser por el agente que con un movimiento de rapaz le capturó a mitad camino. Temblando y con los músculos de las piernas convulsionados se incorporó y echó a andar alejándose del edificio sin agradecer la ayuda del policía. Se giraba cada dos pasos pensando que en cualquier momento se abalanzaría nuevamente sobre él. No había duda, le habían descubierto- pensaba. Algo en la cara de ese policía le hacía pensar que conocía todo lo ocurrido. Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, para que nadie detectase la excesiva sudoración, giró la esquina y se detuvo para tomar aire con fuerza. Una mano desconocida se posó sobre su hombro haciéndole dar un grito. Al darse la vuelta comprobó que se trataba otra vez del agente. Le entregó unas gafas que le habían caído al desplomarse frente a él. Tenía la sensación de estar recibiendo una mirada irónica y un castigo merecido: el silencio del funcionario en cuestión. Tenía que volver rápidamente a su domicilio y deshacerse del cadáver antes de que se presentase la policía. Corrió hasta su habitación, miró si el cuerpo, sin vida, todavía estaba debajo de la cama y al ver que así era respiró aliviado. Lo cargó como pudo, con cuidado de no despertar a su hijo para evitar su odio. No le resultaría difícil acercarse hasta el embalse y deshacerse de él desde lo alto de la presa. El camino era largo, quizá una hora y media si no paraba a descansar. Los nervios y el miedo se estaban apoderando de él, no le dejaban concentrarse en la conducción y más de una vez se vio en mitad del carril alertado por el claxon de otro vehículo. Necesitaba detenerse un momento. Pensar. Estaba seguro de que le descubrirían. No podría evitar una condena que ya empezaba a pesarle. Quizá debía replantearse todo el plan. Puede que si confesase, la pena fuese menor. Tenía la sensación, pese a que sabía que era imposible, que un olor a células en descomposición se colaba desde el maletero de su Opel Kadet. No iba a resistirlo, era demasiado débil. Confesaría. Eso sería lo mejor. Lo mejor para él, para su hijo. Lo mejor para todos. Se presentó en la misma comisaría, ya hacia rato que había amanecido. El mismo agente le dio los buenos días con una sonrisa de satisfacción y victoria. Deseo confesar -le dijo. Una vez en el interior del edificio repitió la misma escueta frase: Deseo confesar. Nadie parecía entender la gravedad de la situación, la complejidad del asunto. Quiero confesar un asesinato -repitió con más fuerza. Un inspector desaliñado y desganado, finalmente, le fue tomando declaración. Un cigarro se quemaba prendido en su boca sin que él le dedicase la más mínima atención. Golpeaba con fuerza las teclas del ordenador como queriendo remarcar cada palabra, o quizá queriendo dar a entender que la cinta de tinta estaba en las últimas. Apuntó que había sido en defensa propia, que el intruso había invadido su vivienda, su habitación, que con un palo le había golpeado en su negro cuerpo hasta que quedó tendido en el suelo sin vida y que ese cuerpo estaba en el maletero de su Opel Kadet que tenía aparcado justo en la esquina. La cara del inspector en este último apunte cambió por completo. Se levantó como impulsado por un muelle. No sabía si esposarle o detenerle. Finalmente pensó que lo mejor sería comprobar lo aporreado en el teclado acompañado por otro agente. Frente al coche le sugirió, más bien le ordenó que abriera el coche -abra el coche- él contestó que se debía referir al maletero -se debe referir al maletero. El inspector asintió con un gesto de su cabeza y la mano puesta en su cinto. Lentamente el portón metálico del Opel se fue elevando dejando entrar la luz. La bombilla de cortesía hacía tiempo que se había fundido. Los dos agentes acercaron al unísono sus cabezas. Los dos pusieron la misma inicial cara de sorpresa y posterior gesto de rabia. Le preguntaron enfadados si se trataba de una broma -¿Se trata de una broma?- a lo que él contestó que no, que ni hablar -no, ni hablar- le dijeron que le volvían a repetir que si se trataba de una broma, que ahí no había ningún cadáver -le volvemos a repetir que si se trata de una broma, ahí no hay ningún cadáver- él contestó que no, que no era una broma -no, no es una broma- señalando el cuerpo negro y visiblemente aplastado de la cucaracha que reposaba inerte sobre un trozo de cartón.

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