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lunes, 23 de noviembre de 2009

Dieciséis de Agosto


Suenan las campanas de Santa María la Real, gong, gong, gong, gong, gong, gong, gong; las siete. Me asomo a la ventana y descubro un día nublado, algo gris, sin ningún rayo de sol que aparezca por el horizonte, aunque tamizado por la tupidas nubes.
Me da pereza pensar que hoy será un día como ayer, como antes de ayer, como cualquier día, como hoy.
Asomado a la ventana descubriré que, efectivamente, el reloj del campanario señala las siete en punto, quizá marca las siete y dos minutos, pero no acierto a adivinar si son los dos minutos que llevo asomado a la ventana o un ligero retorcimiento de la varilla minutera.
Sé que me vestiré con esa misma ropa de todos los días: mis pantalones verdes hasta las rodillas, nunca me ha gustado llamarlos bermudas, con infinitos bolsillos donde esconder todos mis secretos, mi camiseta amarilla ceñida a esos incipientes michelines, mis zapatillas también amarillas y una gorra que me da un aire de escritor y que descubrirá a la gente cual es mi profesión, o mejor dicho mi condena. Elijo esta ropa y no otra porque el carácter circunstancial de mi estancia hace que el armario esté vacío, tan vacío como en ese momento siento mi vida.
Bajaré las escaleras y atravesaré la puerta del zaguán para ser depositado por mis zapatillas en la calle Mayor, donde descubriré de lejos a la tía Matilde. También ella lleva siempre el mismo uniforme: falda azul por debajo de sus rodillas, casi tapando sus tobillos, lo que da una idea de su altura, camisa blanca con topitos azules y un lazo azul a modo de pajarita en su cuello, una chaquetita rancia también azul y zapatos azules, claro. Siempre me recuerda a mí mismo el día que me dirigía a celebrar mi comunión vestido de marinerito. Y digo mi comunión porque fui yo quien tuvo que tragar aquella ostia que se quedaba pegada al paladar y te tenía el resto de liturgia intentando despegarla con la lengua, desoyendo los postreros consejos del párroco; todavía después del convite seguía buscando con mi lengua restos de ostia en algún lugar de la boca.
Me descubriré dándole las mismas respuestas monosílabas de todos los días, para no ser atrapado por su insustancial conversación. Finalmente la tía Matilde, o su espectro, me abandonará dejándome orientado hacia la cafetería de Juanka. Sé que acabaré yendo allí, así que no me resisto, ni tan siquiera con un indeciso paso, a dejarme llevar hasta la mesa del fondo, la de todos los días.
Le saludaré por su nombre - Hola Juanka, qué tal- pero sé que él me contestará con un indiferente buenos días, dándome el trato de peregrino, o de caminante, o de turista, y no de conocido. Tampoco me dirá - un café como siempre- así que seré yo el que se lo pida. Sin esperar a que me diga cuanto le debo, le abonaré el euro veinte que sé que vale un café, reivindicando mi condición de habitual.
Abandonaré el establecimiento de Juanka con la pereza que me han ido depositando cada uno de esos siete gongs matinales para encontrarme con la sonriente familia de cuatro miembros: ella, él, el hijo y la suegra. Me dirán todos al unísono -Hola qué tal, vamos a la piscina. Hoy parece que hace bueno- Yo haré un gesto de sorpresa que no sabrán decodificar, y que muestra mi extrañeza ante semejante conversación de ascensor en plena calle Mayor.
Me despediré de ellos viendo cómo se alejan los cuatro hablando a la vez, en el mismo tono, con la misma altura y el mismo, exacto aspecto físico. Quizá son sólo uno.
Me da pereza pensar que recorreré la calle Mayor hasta el final, para darme la vuelta y desandar mis propios pasos.
-Hola Chuchi, qué tal ¿Has dado un paseo por el monte hoy?
Me mirará con extrañeza, pero su rostro bondadoso no podrá dejar de contestar con una sincera sonrisa.
Me quedo pensando, como todos los días, que pese al paso de estos mismos días, la gente no me tiene cariño, finge no conocerme; realmente no parece una pose, ni una actitud defensiva que adopte ante mí, parece un verdadero desconocimiento de la persona con la que se cruzan y les trata con la misma cordialidad y cariño de un buen vecino de toda la vida, que conoce sus problemas y se preocupa por ellos.
Chuchi me contestará que el monte, el verano y un día nublado es una combinación perfecta para dar un paseo, a la vez que se alejará no queriendo alargar una conversación que ni él mismo sabe por qué razón mantiene. Miro como se aleja con sosiego y con la intención de dar un paseo por el monte mañana, ese mañana que nunca llega.
Al pasar frente a la pastelería, recordaré el encargo que había hecho ayer (una bandejita de cuatro pasteles, en la que no faltaba la bomba de crema y el borracho) y que pienso devorar junto con un café sin la paciencia de esperar a la sobremesa. Comprobaré con el desánimo de todos los días cómo ha olvidado mi encargo; se deshará en disculpas ofreciéndome la posibilidad de que se lo hiciera a su hija. Yo sé que fue a ella, pero no quiero insistir en algo que ya no tiene solución; así que volveré a realizárselo con la esperanza de que mañana sea otro día y corra otra suerte.
Salgo de la pastelería con la mirada puesta en mis pies, el recuerdo del sabor de unos pasteles que no he llegado a probar y que hacen que mi boca se inunde de humedad y la sensación triste de que nunca llegaré a saborearlos. Me veo nuevamente al final de la calle Mayor, otra vez en el lugar de origen, cerrando un círculo que he comenzado o recomenzado a las siete de la mañana.
Miraré el reloj del campanario y veré sorprendido, como todos los días, aunque por el hecho de repetirse todos los días debería de dejar de sorprenderme, cómo marca la una y quince minutos; me pregunto si será la una y quince minutos o la una y trece, aunque no tiene importancia.
Mis piernas me llevarán hasta la vera del rio, como si mi cuerpo correspondiera al de un autómata sin juicio propio y sin poder de decisión por encima de lo que tiene programado.
Me pediré unos pinchos sentado en la terraza del bar escuchando el ruido de las moléculas de agua estrellándose contra las de silice que se interponen en su camino. Es un rumor que muchos se atreverían a catalogar de relajante, incluso zen (ésta es una palabra que no deben haber grabado en mi memoria, en el caso de que sea un autómata, claro). A ese sonido del rio discurriendo entre pequeñas rocas, que en su enfrentamiento con el agua saldrán perdiendo porque día a día se empequeñecerán, se une la visión de los peregrinos que pasan frente a mí, con sonrisas espontáneas, que tanto me cuesta arrancar de los lugareños.
Orejita, pimiento relleno, morcilla, bacalao, todos ellos destinados a saciar no mi apetito sino mi ansiedad que todos los días hora a hora se va haciendo más presente desde las siete de la mañana.
La tarde es como el descenso de un pico una vez coronado, más fácil, más rápido, pero también más peligroso. Más peligroso porque poco a poco me acerco más a la resolución de todas mis intrigas:
¿Por qué no me hablan los vecinos?
¿Por qué me tratan como a un extraño?
¿Por qué, sin embargo, yo los conozco a todos tan bien?
Muchas veces me parece estar en la piel de Bill Murray, no en su vida real, sino el pleno rodaje, amaneciendo en un eterno día de la marmota.
Me veré nuevamente, sin saber cómo he llegado, en la plaza de la iglesia, mirando cómo el reloj mueve sus varillas hasta acercarse a las diez de la noche.
De repente, como todos los días, sentieré una punzada en el estómago que hará que me contraiga de dolor y sienta cómo éste se va difuminando periféricamente hasta la cabeza. Me esconderé, no sé de que fantasmas, en el bar de la plaza. Me pediré un vino tinto, éste es el que más me gusta de todos los que he probado, y con el primer sorbo de vino notaré cómo el dolor desaparece, se desvanece y abandona mi cuerpo junto a una sudoración escalofriante.
Cogeré el periódico, también como todos los días, para abanicarme y así notar los efectos refrescantes de la condensación de mi propio sudor sobre mi piel. Inspiraré hondo un aire que hará las veces de periódico en mi interior y posteriormente más relajado, observaré la fecha de edición del periódico, dieciséis de Agosto. Con un abnegado miedo pasaré las páginas hasta llegar a una noticia en la que me detendré para leer mil veces su titular antes de irme a casa y dormirme preparado para comenzar otro dieciséis de Agosto: "Escritor encontrado muerto al lado del rio Najerilla"

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