Páginas

domingo, 24 de febrero de 2013

Parinesca (cap.4)


Todos los amigos hablábamos de ella, el pueblo entero lo hacía. Si algo llamaba la atención en Maluengo era una extranjera guapa. No estábamos acostumbrados a recibir ese tipo de visitas, y menos si se trataba de los nuevos vecinos. Se rumoreaba hacía un mes que el famoso escritor Alfonso Mesa había alquilado el ático de la plaza de la iglesia, pero nadie esperaba que junto a ese hombre demacrado y antipático apareciese una mujer tan joven. Natalie, al principio, fue simpática con todos los vecinos, pero conforme se dio cuenta de que sólo despertaba envidias y recelos cambió su actitud. Ya no hablaba con nadie, tampoco contestaba a nuestros malintencionados saludos, por eso me sorprendió cuando me dirigió nuevamente la palabra en el supermercado. Toda esa semana estuvo merodeando por las estanterías en las que yo reponía producto y eligiendo mi caja en lugar de las otras. Lo que ya no me sorprendió tanto fue cuando me invitó a merendar. El escritor no me saludó, estuvo callado observando de reojo. Yo estaba cohibido, incluso avergonzado. Ni en el mejor de mis sueños sexuales hubiese imaginado una escena como la que me esperaba. Ella me dejó muy claro que era un intercambio de favores y antes de marcharme dejó sobre la cama doscientos euros. Durante el primer mes me hizo ir cada día. Me enamoré de ella, por eso cuando Valentina me pidió que fuese su novio le dije que no. Cuando se lo conté a Natalie me obligó a aceptarla; de esa forma evitaríamos habladurías. Como si no estuviese hablando todo el pueblo de nosotros. Valentina estaba loca; sabía lo de Natalie y nunca le importó. Me obligaba a repetir las mismas cosas que hacía con la francesa; quería que le susurrara cada palabra y se enfadaba si no lo hacía. Yo, únicamente, quería huir con ella, con Natalie, pero siempre esquivaba la conversación. Hice los preparativos para escapar. Había conseguido juntar varios miles, así que el dinero no sería un problema. Después podría trabajar de cualquier cosa. El día que se lo dije, después de hacer el amor y con cuidado de que el escritor no escuchase nada, se rió de mí, me besó la frente y dejó los doscientos euros sobre la cama. Se los lancé al suelo y contesté que pasaría a recogerla el jueves al acabar el turno en el supermercado. Ese jueves no me abrió la puerta, pensé que se había marchado, que el escritor había muerto. Valentina me contó que Natalie asistía al colegio como de costumbre. En un arrebato de ira golpeé a Valentina y salí corriendo en busca de Natalie. Apreté el botón del timbre con insistencia y golpeé la puerta con fuerza. El portero subió hasta el rellano y se quedó mirando desde el ascensor, sujetando la escoba con una mano. Escuché la voz de Natalie diciendo que me marchase, que todo había acabado. Bajé con el portero, me dijo que el escritor estaba peor, que llevaba unos días sin salir a la calle y gritando de dolor. Le di una nota a Valentina para que se la hiciese llegar.

 Ser el portero de un edificio tenía cosas malas como tener que recoger las basuras o limpiar los rellanos, pero también cosas buenas. Te enterabas de todas las miserias de los vecinos. De puertas hacia fuera nadie podía conocerlos mejor y eso tenía sus ventajas; por ejemplo ver las bragas de la jovencita de uniforme de colegiala a cambio de darle los horarios en los que Natalie recibía al chulito del supermercado. Lo que no podía imaginarme es que esos dos acabasen de novios. Que le informase de las costumbres de la francesa tenía un precio más alto, al igual que la llamada diaria a su móvil para describirle cuál era la indumentaria de Natalie. Por eso cuando aquella mañana no vi a Natalie bajar a tomar su café y croissant supe que algo malo había ocurrido. Todo esto fue lo que le conté al inspector de policía cuando me hizo ir a hablar con él a la comisaría de Barcelona. Ni una palabra de mi visita al piso, de los cuerpos sobre la cama, tampoco del ramo de flores que dejé en la alfombra; ni de las horas que pasaba frente al cuerpo desnudo de Natalie cada día hasta que descubrieron los cadáveres por la llamada telefónica del niñato del supermercado. Leí cientos de veces la nota que había garabateado el escritor. Pese a dedicarse toda una vida a escribir novela negra no se había enterado de nada. Era mejor así, por eso cogí la hoja del montón. Otra cosa diferente era la nota; sabía que el primero en leerla sería el chaval del supermercado, por eso la dejé en su lugar. Él la haría desaparecer sin saber que yo me guardaría una copia.

2 comentarios:

  1. Cuando salga el ultimo capitulo, lo leere otra vez. Intrincado, rebuscado a veces, tocando temas muy conocidos. Se lograra la linea logica que se necesita para llegar a un final donde todo caiga por su propio peso?. Espero que si.
    Marco.

    ResponderEliminar
  2. no sé Marco, no soy nada lógico. Gracias por la lectura y el comentario.

    ResponderEliminar

Etiquetas