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sábado, 16 de febrero de 2013

Parinesca (cap. 2)


Había visto muchos cuerpos sin vida. Demasiados casos como para no darme cuenta que algo extraño había ocurrido ahí. Una llamada anónima alertó a la policía. Sabía que no encontrarían huellas, ni ningún indicio. Una pluma abierta sobre un montón de folios blancos no me encajaba. Cogí la primera hoja de papel, de aquel montón, sin que nadie se diese cuenta, la doblé y me la guardé en el bolsillo del pantalón. Sobre la alfombra de la entrada unos restos de flores secas pasaron desapercibidas. Cuando los inspectores me vieron merodeando por la habitación me indicaron que ya podía marcharme. Les había abierto la vivienda con la llave maestra. Pronto me preguntarían por todas las personas que había visto, por todo aquello que me pareciese extraño. Yo no les diría nada. Un portero nunca debe saber nada de los residentes. Siempre desayunaba en la misma cafetería. Yo la observaba. Apareció, como de costumbre, temprano. Un paraguas rojo la protegía de la lluvia. Los doce centímetros de tacón la hacían parecer más alta. Salí del zaguán y crucé corriendo, para no mojarme, hasta la cafetería. Me senté a su lado, también como de costumbre, y le di los buenos días; no me contestó. Levantó la cabeza, me miró de arriba a abajo y volvió a desviar la mirada con condescendencia. Se levantó y se marchó haciendo resonar los tacones por todo el local. Ese aire francés, que se empeñaba en mantener, no encajaba en un pueblo tan pequeño. Todos hablaban de ella. Se comportaba como si caminase por el Montparnase. Pagué mi café con leche y la seguí hasta el colegio en el que impartía clases de francés.

Todo el mundo hablaba de lo mismo esa mañana, que si la Srta. Natalie esto, que si la Srta. Natalie lo otro. Si algo estaba claro es que no había aparecido por el colegio. Quizá todo fuese cierto y hubiese muerto, pero nadie podía creerse que se hubiese suicidado. Todos pensábamos que era feliz, aunque puede que estuviésemos equivocados; nunca se sabe lo que ocurre de paredes hacia adentro. En lugar de ella apareció la directora para comunicarnos que la Srta. Natalie no había venido. Un murmullo, cada vez más molesto, se adueñó del ambiente. Sentí ganas de chillar, pero en lugar de eso me puse a llorar. Puede sonar ridículo que diga que la quería como una madre, aunque no es del todo cierto; quería a Natalie mucho más que a mi madre, que me parecía odiosa, ridícula y únicamente me despertaba un sentimiento de vergüenza por el peso genético que me tocaba arrastrar por todo el pueblo. Muchos días, a la salida del colegio, la seguía hasta su casa y me pasaba la tarde vigilando sus fugaces pasos por delante de la ventana. En ocasiones se quedaba parada junto al cristal como queriendo confirmar la redondez del planeta desde esa torre; el edificio de seis alturas era el más alto del pueblo y se encontraba en la plaza de la iglesia. Yo quería creer que me miraba a mí, y sonreía. No recuerdo ningún día que no llevase una prenda roja, a veces un pañuelo, otras los zapatos, o la falda. Yo copiaba su manera de vestir, su gusto por el rojo.

Me aburrían tremendamente las clases de filología hispánica. En lugar de escuchar a vejestorios hablando en español con una entonación artificialmente afrancesada, prefería pasear por el cementerio de Montparnasse. Aun sabiendo que era una exageración, iba a diario. Paseaba por todas sus calles, leía cada epitafio. Observaba muda, medio escondida, cómo los catafalcos eran descendidos por los operarios. Descubrí a Maupassant, Baudelaire y un Sartre todavía esperando a Beauvoir. Los ochenta me parecían demasiado monótonos en la universidad. Añoraba un idealizado mayo del sesenta y ocho, y como éste no iba a llegar prefería huir. El sol brillaba con fuerza y el cementerio estaba más concurrido que de costumbre. Cuando llegó el coche fúnebre más de doscientas personas se arremolinaron entorno a él en silencio. Permanecieron así durante un buen rato. Después el coche volvió a moverse, la comitiva detrás. Por alguna razón desconocida me uní a ellos. Descendieron al argentino y cada uno de los asistentes deposito una flor. No es la situación más apropiada para conocer al hombre de tu vida, pero ocurrió así. Él era un escritor de Barcelona que había asistido al entierro de su colega y amigo. Me dio una rosa para que la echara sobre el ataúd y me invitó a un café. Pese a que no llovía era una fría mañana de febrero. Yo estaba temblando. Pocos derramaron sus lágrimas. Al día siguiente me quedé en casa frente a una taza de té bien caliente, recibí una llamada telefónica que me hizo sonreír. Mientras esperaba su visita descubrí en la prensa que -pese a que no solía leerla, esa mañana la había comprado- se había tratado de un manifiesto contra la muerte; me alegré de comprobar que el estímulo a la vida que sentí frente al féretro no había sido algo aislado. Prepararé café y le ofrecí una taza. No esperamos a que se enfriase para comenzar a desnudarnos. Tumbada en la cama, la cabeza apoyada sobre su pecho canoso; supe que me marcharía con él.

2 comentarios:

  1. Esperamos otra entrega, imagino. Se va aclarando el panorama. Complicado panorama. Veremos por que fue el suicidio o lo tenemos que imaginar?

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  2. Quién dijo suicidio, Marco? no creas todo lo que dicen los personajes...Gracias por la lectura y el comentario!!

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