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viernes, 22 de junio de 2012

Tres por dos

Sentía que mi vida se había convertido en un reloj de arena, cada grano se me escurría entre los dedos sin que pudiese hacer nada por retenerlos. Encontré una solución que me pareció satisfactoria, qué digo satisfactoria, me pareció brillante. Sólo a la altura de una mente que sobresalía por encima del resto. Yo era bueno en mi profesión, muy bueno, pero con la manida crisis hasta en mi despacho se había notado la falta de clientes. Y uno tiene sus gastos. Nunca he perdido un caso. Los juicios eran para mí un juego en el que desplegaba todas mis dotes persuasivas. El brillo me acompañaba allá donde iba, igual que la magia. En aquella época me había metido en muchos gastos, así que necesitaba aumentar mi cartera. Se me ocurrió ofrecer un 3X2. El cliente me presentaba dos casos y yo me comprometía no sólo a ganarlos sino que le regalaba un tercer caso. En la calle había suficientes abusos como para que a cualquiera se le ocurrieran una docena de posibles demandas.
Cuando la secretaria le hizo pasar a mi despacho debería haberme dado cuenta. Ese bigote a lo Lech Walesa, las sandalias de plástico con calcetines blancos de hilo y sobre todo unas bermudas ajustadas que no le abrochaban por lo que necesitaba unos tirantes para que éstas no le  apareciesen, en cualquier momento, por debajo de las rodillas, eran suficientes indicios para despedirlo educadamente. Quería denunciar a su comunidad de vecinos por un uso abusivo del ascensor y también  a su hijo por no pasarle una pensión que él creía merecida. No pintaba bien, pero los mil euros que depositó sobre la mesa me hicieron acceder al instante. No quería aceptar el regalo. Nada de 3X2, él no necesitaba favores, sólo quería lo que era justo. Finalmente quedamos en volver a hablarlo cuando acabasen los dos procesos. No me llevó mucho tiempo convencerle de que seguro que encontraba por algún lado una causa que fuese susceptible de ser denunciada. Me dijo que se lo pensaría y ya me contestaría en cuanto lo hubiese decidido. Cuando ya me había olvidado de él, volvió a presentarse en la oficina. Se lo había pensado y finalmente había decidido hacer uso de la oferta. Tenía un caso, pero no sabia si yo podría aceptarlo. Claro- le contesté. Puedo aceptarlo todo, ¿usted qué se cree? Le animé a que me lo explicase, pero cuando me dijo que quería denunciarme a mí, no me lo podía creer. Al principio reí pensando que sería una broma. Él contestó: no se lo tome a broma, lo tengo todo estudiado, no podemos perder. A qué se refería con lo de "no podemos perder". Si yo  ganaba el caso, también  saldría perdiendo. En ocasiones un letrado había tenido que defenderse a sí mismo, pero que el acusado y el abogado fuesen la misma persona no lo había oído nunca. Yo me acusaría mientras que mi mejor amigo seria el encargado de defenderme. Dónde me había metido. Cómo me había dejado enredar, de semejante manera, por ese energúmeno. Conocía muchos secretos del acusado, demasiadas trampas que, a veces, superaban la legalidad, pero el exceso de celo profesional me iba obligando a desvelarlo todo frente al juez. Formulaba las preguntas con un dedo acusador señalando el hueco que minutos más tarde ocuparía yo mismo sin saber qué contestar. El juez asistía a esa obra teatral con extrañeza. El abogado defensor no sabía qué decir. Yo mismo lo había desarmado. Estaba acostumbrado a ser tan efectivo que mi propio derrumbe me hizo sonreír, con altanería, por un triunfo que ya veía cerca. El tres por dos me llevó a esta celda, pero cada vez que mi querido amigo viene a visitarme le recuerdo que nunca en la vida he perdido un caso y eso es algo que él no puede decir.

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