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domingo, 17 de junio de 2012

Yo. Rosa. rio.

A lo lejos se divisaba el Mas dels sants, la mula hacía un buen rato que se negaba a caminar y sólo a golpe de vara y grito movía sus patas. Al andar levantaba el polvo del camino que se metía en mis pulmones haciéndome toser constantemente. No dejaba de pensar en la vuelta que nos esperaba con el sol en lo alto. Quizá sería mejor aguardar a que atardeciese, aunque eso supusiese llegar al pueblo cuando hubiese anochecido. Me estaban esperando con el cerdo preparado, encerrado en la cerca. Una soga, anudada a sus patas, le inmovilizaba.  Junto a la puerta una improvisada hoguera, sobre la que había un caldero, mantenía el agua hirviendo. Bajé de la mula y, después de saludar escuetamente, puse mis herramientas en el caldero. La mujer me sacó un café recalentado al cual le quedaba poco sabor y se alejó de la cerca junto a la que se encontraban los hombres de la casa. El mayor de sus dos hijos me animó a que empezásemos porque tenía que sacar a las ovejas. Todos los días lo mismo, siempre les parecía que podía haber llegado antes. Yo nunca contestaba y en esa ocasión tampoco lo hice. Las masías quedaban lejos del pueblo y debía madrugar para ser el primero en llegar. Di el último sorbo de café y dejé la taza metálica sobre la cerca. Cogí unas pinzas y fui capturando uno a uno todos los utensilios que iba a utilizar. El cerdo, intuyendo su destino, gruñía sin cesar. Los dos mozos se colocaron a su lado para sujetarle la cabeza. Su padre haría de ayudante. Le indiqué que estirase con fuerza los testículos del cerdo mientras yo cortaba los conductos y los anudaba. Ya estaba acabado. Hasta el próximo año no volvería a verles. El cerdo doblaría su peso y podrían sacarle más rendimiento. Me dieron lo que pudieron: dos quesos, leche, un saco de patatas, una garrafa de vino y algunos panes que tendría que esconder en las alforjas de la mula. Al abrir los ojos me quedo un poco cegado, por primera vez en mi vida me siento débil. Esta luz blanca hace que me duela más la cabeza, pero  lo prefiero. Tengo ganas de olvidarlo todo. Qué más me queda. Para qué tengo que hablar. Hay algo más que decir. Esta mujer me recuerda a Rosario. Me gusta cómo me pellizca los mofletes, y el cariño con el que me incorpora en la cama para darme la merienda. Me gustaría que se quedara siempre conmigo. Siempre. La mula me sorprendió con una alegría en su caminar que yo no le recordaba. Poco le importó que los rayos de sol nos castigasen inclementemente. De repente decidí dar media vuelta y dirigirme al Mas de la Creu, se necesitaba medio día para llegar allí porque era el más alejado del pueblo. Siempre se me adelantaba el de Tirig así que esta vez llegaría yo primero y si había algo que hacer sería para mí. Por el camino fui comiendo trozos de queso acompañados de pan. La mula se paró a beber en una charca y aproveché también para rellenarme la bota del vino. Refresqué la cabeza y me la volví a tapar con la boina. A media tarde llegaría allí, con suerte me dejarían dormir en el establo. Hacía semanas que no veían al de Tirig pese a que le esperaban para que vaciase a la cerda. Al poco rato lo tenía todo preparado para empezar. Me quité la camisa para no mancharla y girando la cara introduje la mano en el animal. Aunque me ofrecieron cenar con la familia, preferí irme al establo y seguir comiéndome el pan con un poco de vino. El queso lo guardé. Este doctor no me cae bien. Siempre las mismas preguntas y nunca una respuesta. Los médicos no me gustan. Sólo mi Rosarito, pero ella no es médico. Únicamente contestaré a sus preguntas. Aunque no soporte este dolor que se me come por dentro permaneceré en silencio. No conseguirán arrancar una palabra de mi boca. Ah!, no soporto que me apriete el abdomen. Ah! Me gustaría darle un puñetazo. Ya sé lo que tengo, no necesito un médico para esto. De poco me valió madrugar porque tuve que esperar a que se despertasen todos para marcharme. Primero lo hizo  ella y comenzó a ordeñar a las cabras y las ovejas. Yo la observé en silencio con el rabillo del ojo. De vez en cuando daba un sorbo de leche que le manchaba de blanco los labios. Era muy joven para tener un hijo de catorce años. El chaval pronto apareció por el corral para llevarse a las ovejas a pastar, antes de que saliese el sol. El último fue el tío Ernesto, él se encargaba del campo y para eso no necesitaba madrugar. Me hizo sentarme con él para desayunar. Me resultó difícil convencerle de que me pagase con dinero. Cuando le enseñé las alforjas llenas accedió, aunque no dejó de maldecir mientras se retiraba para sacar una bolsa con billetes doblados. Con ese dinero podría comprarme tabaco y vino sin que Rosario tuviese que enterarse. Le diría, como otras veces, que se había adelantado el de Tirig. A diferencia de otros días andaba yo con una sonrisa canalla producto del vino que había tomado con el estómago vacío. Pero lejos de alejarme de la bota, me la acercaba a la boca cada vez con más asiduidad. La mula había vuelto a esa cadencia perezosa que la caracterizaba. Tres pasos y una parada para saborear la hierba del camino. Rosario, me duele. Por qué te has marchado. No eras feliz en el pueblo. Ven aquí. Dame un pellizco. Dejaré el vino. No. Ya llega. ¿Ahora? Es un poco pronto. Trompo, un poco trompo. Pensé que descansar un poco bajo la sombra de esa higuera, antes de presentarme en el Mas de Bell, no me haría ningún mal. Di un último trago de vino antes de apoyarme en el tronco y cerré los ojos chupando con fuerza el cigarro apagado que llevaba en la boca. Me desperté, al poco rato, mareado. Giré la cabeza para ver a la mula. No estaba. No andaría lejos, habría ido en busca de hierba que también la refrescase. Grité su nombre a la vez que la buscaba. Una cosa era decirle a Rosario que el de Tirig se había adelantado y otra muy distinta explicarle que había perdido al equino. Corrí en dirección al pueblo. El Mas de Bell estaba de camino, allí podrían decirme si la habían visto. El caserón ya se veía a lo lejos y tanta era la velocidad que llevaba que se agrandaba rápidamente, sin apenas darle tiempo a mis ojos a que enfocasen la imagen del Mas con los rayos de sol cayéndole de lleno. No sé de dónde han salido estos cigarros. Yo no funo. No es mi tálaco. Rosario, ¿no me crees? Benjamín se fue. Fue un accidente. Yo también soy con vosotros. Ya soy, Rosario. Ya te veo. Estás allí, ahí,.., aquí. Tras así. Sí. Sagrario, ya te leo. Yo jadeaba con fuerza, el de Tirig apareció girando la esquina del establo, subido en una mula; era la mía. Eché mano al cinto buscando mi cuchillo. No estaba, lo había olvidado en la alforja, junto al queso. Seguí corriendo hacia él. En ese momento pensé que era una suerte tener una mula perezosa porque, por más que le arreara con la vara, se negaba a dejar de comer unas flores que todavía quedaban junto al camino. Cuando estaba llegando al ladrón agarré una piedra del suelo y se la lancé con todas mis ganas. Le di de lleno. Inmediatamente cayó al suelo y de la herida comenzó a borbotear sangre que manchaba las flores sobre las que estaba apoyada la cabeza. La mula no dejó de comer. Rosario se preocuparía al no verme aparecer. Me senté junto al de Tirig decidido a esperar a la guardia civil. Ya no me duele nada. Ya no. No, ya. Yo ya no. Río, Rosa. Yo, Rosario, ya. Voy. Ya soy. Soy. Es hoy. Hoy. Ya.

3 comentarios:

  1. Gracias por el Guauuu Casandra, espero que signifique que te ha gustado...

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  2. Me gusta mucho, no conocía esta faceta costumbrista tuya! Sigo leyendo los de arriba!

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