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miércoles, 24 de abril de 2013

Tierra prometida

Era una tarde de abril, de esas en las que el sol castiga con justicia a los despistados viandantes que se atreven a retarlo. Sin embargo, el aire era fresco, lo que se traducía en un gradiente de temperatura corporal demasiado elevado. La espalda, fría, amenazaba con contraerse y contracturar el cuello; el pecho, caliente, invitaba a desnudarse. De no ser por aquel policía, que se acercaba a mí con decisión, lo hubiese hecho. Imaginé que la joven estudiante, que repasaba los apuntes tumbada sobre el césped del parque, se acercaba para que le hiciese el amor sin contemplaciones.
Pero nada de eso iba a ocurrir. Un escalofrío me recorrió la columna cuando la mujer policía me pidió los papeles. Dijo los papeles, no la documentación. Con esa frase tan corta ya me estaba dando a entender que sabía que yo era inmigrante. Me repatea la necesidad matemática y vital que tiene la gente de meterlo todo en grupos; si perteneces a este, ya no puedes hacerlo a aquel otro. La observé con una mezcla de ingenuidad y desprecio. Por supuesto que tenía papeles, pero no me apetecía enseñárselos. Lo que realmente quería era follármela ante la mirada disimulada, aunque vouyerista, de la estudiante. Puede que ella lo notase porque se echó la mano al cinto. Ese gesto masculino me provocó un escalofrío, pero no logró intimidarme. Retiré la bolsa de supermercado, con una botella de coca-cola rellenada con vino de menos de un euro, que estaba sobre mi abdomen y llevé la mano derecha al bolsillo del pantalón, haciéndole creer que buscaba los papeles cuando mi única intención era rozar con el dedo índice la punta de la polla. El sol golpeaba de frente obligándome a mantener los ojos casi cerrados. Noté dos golpes en la rodilla, era su porra.
Las palomas batían sus alas a nuestro alrededor, planeando unas tras otras, en busca de algo de sexo. Mientras, la policía no dejaba de hablar por su radio-comunicador. Un grupo de ancianos se alejó del guía acercándose descaradamente al banco y cuchicheando entre ellos. La estudiante sonreía maliciosamente.
Desde que estaba en el país me había dado cuenta de algo: la gente sonríe más a los negros que a nosotros. Una mosca se posó en la bota reluciente de la agente; me dieron ganas de aplastarla, pero intuyó mis intenciones y se dispuso a elevar el vuelo con presteza. Creo que la aplasté; era una mosca gigante, una súper-mosca. La agente también parecía una mosca; vestida de azul marino y una cazadora que mueve como si fuesen alas, y el casco, y sus patas. Y esa boca succionadora. Me hubiese gustado morderla, desprotegerla de su armadura frente a la mirada atónita de los ancianos y de la joven cada vez más excitada. Coger su amenazante porra con la mano y penetrarla con la mía. Y eyacular dentro de ella. Nada de eso ocurriría porque antes de darme cuenta estaba siendo esposado y colocado a empujones en la trasera de un coche-patrulla.
Aquí el calor nada tiene que ver con ese otro calor, la tierra es demasiado árida y las mujeres no me gustan, tampoco hay policías; ni estudiantes. No hay guías, ni turistas. Tampoco existen los parques, ni hay bancos. Sólo tierra. Tierra.

1 comentario:

  1. Esta historia me trae un mal recuerdo. Algo casi parecido me sucedio en los Estados Unidos, uff que mal se pasa. Saludos.

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