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viernes, 8 de junio de 2012

Jeremías, mi vida

Todo marchaba bien, pero intuía que un vacío se había instaurado en su pecho, justo al lado del plexo solar. Pensé que debía abordarla antes de que todo se derrumbase. Cuando me dijo que se sentía sola me puse a temblar, no me quedé tranquilo. Decidí regalarle una mascota. Eso seguramente alejaría su instinto maternal por una buena temporada, y devolvería, de nuevo, la monótona paz en nuestro hogar. Me acerqué, ese mismo domingo, al mercado. Un perro implicaría paseos y responsabilidades. Los pajaritos me daban asco. Gatos, no eran de fiar. Los hámsters se parecían demasiado a las ratas. Así que sólo me quedaban el conejo y el pato. Abordé al vendedor con un escueto "pares o nones". Me miró con cara de extrañeza, pero al ver mi cartera llena de billetes escondió su mano derecha y eligió pares. Yo le contesté que pares sería el conejo y nones el pato. Él no entendía nada y el grupo de trileros, que había visto la abundancia con la que se desenvolvía  mi monedero, se frotaba las manos ante la detección de una posible presa.
Entré en casa intentando no hacer mucho ruido. Jeremías golpeaba con su pico la caja de zapatos, alertando a Elvira que levantó la vista de la baraja de cartas. ¿Qué es eso que traes?- preguntó con desinterés. ¿Un pato? ¿Me has traído un pato? Te pedí un hijo no un pato. Mételo donde te dé la gana, pero yo no quiero saber nada de él. Dejé la caja en un rincón y me metí en el dormitorio esperando que se le pasase el cabreo. Me debí quedar dormido.
A la mañana siguiente algo había cambiado. Elvira llevaba a Jeremías en sus manos. El pequeño pato rosa picoteaba sus dedos y ella sonreía. Si crees que con esto has solucionado algo es que estás loco. Jeremías se encargaba de hacer aquello de lo que yo no era capaz.
Todo marchaba estupendamente. Verla sonreír y bromear era algo a lo que ya me había desacostumbrado, así que lo recibí inesperadamente, como un premio merecido.
Al principio Jeremías llenó el espacio que yo había dejado vacío, pero poco a poco fue usurpando mi lugar, ese que me correspondía por derecho propio. Ya no era rosa y tampoco pequeño. Se había convertido en un enorme anatidae  anas plathyrhynchus domesticus que estaba declarándose como un peligroso competidor. Elvira había sacado la mesa del despacho, había pintado éste de color rosa y le había colocado una enorme palangana para que se bañase cuando quisiese. La habitación apestaba. Desde que él apareció Elvira no me dirigía la palabra. Yo no lo comprendía porque era yo el que se lo había regalado. En alguna ocasión intenté hacérselo entender, pero no se dignaba a contestar. Primero me miraba con condescendencia, luego con desdén, finalmente una expresión de asco se había dibujado sobre su boca cada vez que me observaba. Esa fue la gota que colmó el vaso. Me tenía que deshacer de Jeremías. Ya no soportaba verlo en sus brazos, pisar sus cagadas depositadas en mitad del pasillo, el hedor que se había adueñado de nuestra morada, su mirada retándome a un duelo cada vez que yo intentaba hacerle comprender a Elvira que él, Jeremías, estaba destruyendo nuestras vidas. No me resultaría fácil porque ella no se separaba del pato. Se duchaba con él, dormían juntos, comían juntos, salían a pasear, se lo llevaba al trabajo metido en una cestita,... Deseaba retorcerle el pescuezo. Necesitaba un plan, buscarle a Elvira una cita en la que no pudiese llevarse a Jeremías. Le hice creer que le iban a realizar una inspección de hacienda y que solicitaban su presencia con todos los papeles que justificasen las desgravaciones presentadas. El impacto fue tal que no se planteó que le pudiese estar engañando. No me pidió ninguna notificación, tampoco le extrañó que yo pudiese saberlo pese a que teníamos separación de bienes.
A las ocho de la mañana salió de casa dejando al pato en su estancia, disfrutando de su particular spa. Esperé a que sonara el motor del ascensor y corrí hasta la cocina. Cogí el cuchillo más grande y me acerqué con sigilo a la habitación del emplumado. Abrí con cuidado y me aproximé a él con la mano abierta para asirlo del cuello. Cuack, debió detectar mis intenciones porque salió de un salto de la piscina y comenzó a correr alrededor de ella moviendo las alas con tanta rapidez que le hacían elevarse unos centímetros. Me lancé al suelo, cuack, y alcancé a cogerlo, pero sus plumas húmedas y grasas hicieron que se me escurriese. Lo intenté nuevamente, cuack, dándome un doloroso barrigazo, pero conseguí cogerlo de las sucias plumas del culo. Justo en ese momento Elvira entró en la habitación. ¿Qué haces, asesino? Tendría que habérmelo imaginado. Jeremías se refugió bajo sus piernas. Me miró con una sonrisa pícara mientras pasaba por mi lado en brazos de su dueña y yo me olía la mano manchada de excrementos. Elvira me abandonó. De eso ya hace un mes. No he podido salir de casa, reponerme de ese mazazo, recuperar una vida y una paz que me pertenecían. Jeremías me lo robó todo. Le echo de menos. Sin él no merece la pena vivir.

2 comentarios:

  1. Yo he vivido con un pato en un piso, y te quedas corto con la descripción del hedor y los excrementos! ;) Me gusta!

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  2. Tú también? Creo que Donald ha hecho mucho daño a la infancia. Sólo lo recuerdo hablando mal, pero no cagándose por todo el plató. :) Gracias por el comentario Edu

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