El columpio iba y venía emitiendo un sonido
quejumbroso. Iba y venía, iba y venía; algo así como grñic. Jesús, sentado en
él, disfrutaba del balanceo, recordando, a buen seguro, cuando le dormía en mis
brazos, meciéndolo con cuidado como si fuese una frágil muñeca de porcelana
alemana. Con mucho cuidado, yendo y viniendo.
Se hubiese dormido de no ser por la
aparición de una ardilla gigante, de dos metros, deforme, como si se tratase de
una inclusión surrealista. No era así, más bien se trataba de un apunte
publicitario. Una ardilla que repartía dípticos que anunciaban una clínica
odontológica. La ardilla, con mirada esquizofrénica de plástico, se acercaba a
mi hijo, a Jesús, y Él la miraba con los mismos ojos que deben ponerse ante una
aparición mariana. Difícil definir esa mirada. Una mirada de asombro,
ingenuidad, sorpresa, miedo, angustia, incredulidad y, también, deseo. El
enorme peluche, nada más ver esos ojos, comprendió qué estaba pensando el niño
Jesús y únicamente deseaba complacerle. El roedor estaba dispuesto a hacer todo
lo que el niño quisiese. El columpio seguía acercándose a la ardilla y
alejándose con una cadencia contagiosa. Ésta estaba siendo poseída, en ese
humilladero improvisado, por las metafóricas idas y venidas. Las bolas de
metacrilato incrustadas en sus cuencas de lana se dieron la vuelta –quedándose
en blanco- al mismo tiempo que una ráfaga de viento hacía volar sobre ellos los
dípticos coloreados como aviones de confeti o fuegos de artificio. El columpio
cada vez más alto; Jesús se elevaba, empujado por una fuerza sobrenatural,
hasta los cielos, para luego descender
nuevamente hasta la tierra, al lado de la ardilla, la descomunal
ardilla.
Si al final tenía que ser así, que nuestros sueños se acaben haciendo realidad gracias a la ardilla de la publicidad...
ResponderEliminarUn saludo,
Sí, Carmen, la publicidad más allá de la propia realidad, incluso superándola. Un abrazo y gracias por el comentario.
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