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lunes, 6 de agosto de 2012

Diógenes también coge el ascensor

Los ascensores me producen claustrofobia, igual que esta diminuta habitación o tinaja, así que agaché la cabeza y cerré los ojos y esperé que la ligera sacudida de deceleración atravesase mi cuerpo. Podría subir por las escaleras, pero soy demasiado perezoso. A penas percibí que el joven salía detrás mío. Se despidió con un escueto "encantado" que me dejó pensativo un buen rato. ¿Y si había estado todo el viaje de subida hablándome? No era normal que utilizase esa expresión sin haberle dirigido la palabra. Por lo visto debía ser el nuevo inquilino de la vivienda de al lado. Llevaba un año vacía y no me acostumbraba a esa soledad. Cerré la puerta, dejé las llaves sobre la bandeja que estaba sobre el mueble del recibidor, justo debajo del cuadro de ese pintor que ahora disfrutaba de una inmerecida fama, y rápidamente pegué la oreja en la pared del comedor. -He coincidido con el vecino; no me ha dirigido la palabra aunque yo no he dejado de hablarle. Ni cuando me he despedido de él ha dicho nada. Ya. Bueno, él sabrá.- No pude oír la voz de la otra persona, pero estaba claro que estaba hablando con alguien, seguramente su mujer. Después de una semana siguiendo la sana costumbre de espiar todas sus conversaciones no había sido capaz de escuchar a la mujer, aunque estaba claro que se trataba de su pareja porque todo aquello no se puede decir si no es a tu pareja. Adopté la manía de salir a la calle cuando intuía que iban a hacerlo, pero siempre me encontraba con el educado joven. Comencé por disculparme y le expliqué el pánico que sufría en los lugares cerrados, especialmente los ascensores. Él también fue contándome, a trozos como una telenovela de la que me había enganchado, su vida. Que se había casado hacía dos meses, que se habían trasladado a la capital porque en el pueblo no había trabajo, que a su mujer le estaba resultando difícil acoplarse a esta vida, sin amigos, sin sus padres, con demasiada soledad. Cuanto más hablaba con él, y todos los días hacía por coincidir por lo menos en dos ocasiones, más intrigado me sentía con su mujer. Llegué a pensar que si era muda. A imaginarla como la mujer de mis sueños. Con el pasado que él me relataba en los cortos trayectos de ascensor y el presente robado desde mi lado de la pared había construido una postal familiar bastante detallada. Tras varios meses en que mi inicial intriga se había convertido en verdadera ansia me atreví a decirle que pasasen un día a tomar café y así conocía definitivamente a su mujer. A ella le sentaría bien conocer a gente. Se deshizo en excusas. Que Manoli no se encontraba muy animada, que ella no se atrevía a salir de casa ni para volver al pueblo, que no quería hablar con nadie,... Él había pensado que tener un hijo la animaría, así que había pensado proponérselo. El ruido nocturno me indicó que Manoli finalmente había accedido. Tampoco en la batalla amorosa pude diferenciar un tono femenino en ninguno de sus gritos. Comencé a pensar que ella no existía, aunque él parecía tan sincero cuando me hablaba, puede que demasiado. Total, quién era yo para que se sincerase conmigo. Presté, a partir de entonces, una atención condicionada a la respuesta que quería obtener. Manoli no existía y todo era invención de una mente enferma. Me alegré, puesto que la fragilidad de esa mujer había hecho que me enamorase de ella. A partir de entonces dejé de hablar al vecino. Me sentía estafado y a él no podía dejar de verle como a un timador. Lo que escuché a los pocos días de haber roto relaciones con él podría haberme hecho dudar. Manoli estaba embarazada, esperaban un hijo. Esa misma noche se escuchó el sonido de una botella de cava descorchándose. Le evité desde ese día. Cuando escuchaba que se iba a marchar pegaba la oreja en la pared, y así la dejaba hasta que le escuchaba de vuelta. Ningún sonido. Nada que pudiese hacerme cambiar de opinión. El vecino estaba loco y yo había sido un tonto al no darme cuenta antes. Comencé a reír cada vez que le escuchaba preguntar que cómo se encontraba. Lo imaginaba acariciando una ficticia barriga de ocho meses de una inventada mujer que le ayudaba a seguir viviendo. Ni por esas sentí pena hacia esa figura depravada del vecino, más bien rencor. Le escuché decidir el color de la habitación, la marca del carrito, el nombre. Manoli como su madre. En ese instante deseé darle un puñetazo. Era como si esa mujer existiese y estuviese siendo maltratada por él como si un figurado síndrome de Estocolmo la retuviese en sus brazos. Esperé acontecimientos. No le sería tan fácil esconder a un recién nacido. No lo podía creer. El vecino ya no sólo hablaba a una mujer inventada sino que también lo hacía con una hija imaginaria, pese a que no se había escuchado ningún llanto. Su casa comenzó a olerme muy mal. Lo imaginé repentinamente más enfermo. Necesitado de ayuda, así que esperé a que saliese por la mañana para coincidir con él e intentar asomar mi mirada por el resquicio que quedaba en su puerta antes de cerrarla. Le dije que tenía un regalo para su hija y que me apetecía conocerla, que cuándo podía pasarme por su casa. No contestó. Debía estar enfadado conmigo, creo que percibí cierto recelo. En cuanto me despedí de él volví a subir hasta el rellano y comencé a oler debajo de su puerta. El olor diogénico me pareció insoportable. Fui a la comisaría a poner una denuncia, pero no me hicieron caso. Tuve que inventar que creía que se había cometido un asesinato para que se personase una patrulla de la policía local. En cuanto aparecieron llamaron al timbre. Yo salí junto a ellos y me identifiqué como el denunciante. Ellos le hablaban a la puerta mientras yo sonreía con disimulo. Ninguna respuesta. Les animé a que entrasen, pero no podían hacerlo sin una orden judicial. Sorpresivamente apareció el vecino, al cual también había llamado la policía. Abrió la puerta y les ofreció un café mientras escuchaba las explicaciones por las que se habían presentado en su casa. -Soy soltero. Pueden mirar lo que quieran. ¿Manoli? No conozco ninguna Manoli. No, no tengo ningún problema con el vecino. Bueno, me alegro de haberles ayudado.- Yo todavía estaba en el rellano cuando pasó la pareja de policías por mi lado diciéndome que ya hablaríamos. Desde su casa el vecino se quedó mirando mi hierática figura y esbozó una irónica sonrisa a la vez que mostraba con disimulo un biberón recién calentado en su escandaloso microondas.

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