El clima estaba desapacible, demasiado frío para esa época
del año. Además había olvidado el paraguas y la fina lluvia que caía sin
interrupción desde la noche anterior ya había mojado su pelo y humedecido su
cazadora de lana.
-Odio esté tipo de acontecimientos- pensó mientras se subía
al tren de cercanías que le llevaría hasta el lugar de reunión. Por suerte en
el vagón se estaba caliente, aunque el olor de los pasajeros que, traídos de
los pueblos vecinos, habían llegado a la capital junto con la humedad reinante
convertían el ambiente en irrespirable. Sacó un libro de Topor de su bolso y
comenzó a leerlo. Le ponía nervioso la tibieza con la que Trelkovsky afrontaba
cada una de las situaciones. Trelkovsky detestaba, por encima de todo, las complicaciones,
igual que él, así que la comida familiar, acontecimiento alterador de su
carácter poco problemático, únicamente podía traerle quebraderos de cabeza. -No
debería ir- repetía en voz baja cada vez que el tren dejaba atrás una estación.
Estuvo tentado de bajarse en cualquiera de ellas, pero a su carácter poco
problemático se le juntaba una especie de cobardía infantil, poco propia para
un hombre soltero de más de cuarenta años, que le impedía tomar decisiones
valientes. Sí, cada vez se veía más como Trelkovsky. El tren aminoró su marcha
a la entrada de la estación de la ciudad que le vio nacer. Se atusó un poco el
cabello, que debido a la humedad potenciaba el aspecto grasiento habitual, y
descendió los dos escalones que lo depositaban en el andén número tres. Subió
las escaleras mecánicas, alegrándose de los adelantos tecnológicos que le
permitían permanecer más apático ante la
vida, y al salir a la calle descubrió que el cielo estaba despejado por
lo que el olor rancio de la chaqueta de lana -pensó- desaparecería en el
trayecto hasta la casa de la abuela. Conforme se iba acercando se le agriaba el
humor; la acidez estomacal le llegaba hasta la garganta provocando una quemazón
que tendría que sofocar. Cada vez que tenía que ver a su familia le ocurría lo
mismo. Se entretuvo lo suficiente por el camino como para llegar el último como
siempre. Únicamente le hicieron falta un par de paradas en dos bares en los que
se tomó una cerveza y una copa de anís. Llegó un poco mareado puesto que no
estaba acostumbrado a mezclar cerveza con licor antes del mediodía. Llamó al
timbre y la melodía de Bach con tono
campanillero le provocó risa, así que cuando una enorme masa de naftalina con
forma de tía-abuela Remedios con reminiscencias godzillianas abrió la puerta ya
estaba carcajeándose. Le debió parecer un tremendo estúpido.
-Ramón, dichosos los ojos, ¿qué haces tú aquí?- dijo sin
que pudiera dejar de reír. Debió contestarle que qué hacía ella allí, porque
era la primera vez que iba a la comida de Navidad desde que él tenía uso de
razón, pero antes de poder articular palabra continuó -¿vienes solo?. Pensaban
que no ibas a venir. Cada vez te pareces más al abuelo Camilo. ¿Tú no serás de
esos que sólo bebe y escribe? Antes de que pudiera responder ya estaba
nuevamente hablando, así que se limitó a seguirla por el tenebroso pasillo
-pero sigue, sigue, no te pares, ¿estás cojo? Te veo envejecido, seguro que tu
abuela piensa como yo, siempre hemos sido muy afines.
La abuela estaba depositada en el sillón orejero en el que siempre
se había sentado el abuelo. Él sí que fue inteligente al abandonar a la familia
hacía veinticinco años; desde ese día la abuela tomó dos decisiones: que había
muerto y ocupar su sillón.
-Hola abuela, ¿cómo estás?
-Aquí estamos- contestó; pese a que había decidido matar a
su marido (figuradamente), siempre hablaba en plural. Le dio dos besos. -¡Cómo
hueles a alcohol! Cada vez te pareces más al abuelo.
Esa frase le hizo abrir mucho los ojos sin dejar de reír.
-Sí, sí, cada vez se parece más al papá- añadió su madre
con cierto reproche por haber perdido el contacto con él.
-Abuela, enséñanos una foto del abuelo- dijeron las gemelas
(hijas ilegítimas de su hermano, puesto que era impotente y él se había negado
a donar su semen creando un conflicto familiar). -Es igual- dijo la de las
coletas con los lazos rosas. -Qué feo- añadió la de los lazos azules.
Y él a carcajada limpia y casi retorciéndose de dolor se
acercó a la cocina para abrirse una cerveza que bebió de un trago. A la vuelta
le dijo a su hermano que le sirviese una copa de vino:
-Hermano, ponme una copa de vino, o mejor, ponme una
cazalla de esas que toma la abuela.
-¡Que yo no bebo cazalla!, son de cuando vivía el abuelo.
Se encontraba en un punto de no retorno; en cuanto decían
algo comenzaba a reír. Le dolía tanto la mandíbula que tenía que sujetarla con
la mano realizando un ligero masaje con los dedos índice y pulgar.
-Todos a la mesa, el pavo ya está listo- gritó desde la
cocina la tía-abuela Remedios.
Decidió sentarse junto a su cuñada ya que aunque pensaba
que era idiota estaba muy buena. Como siempre llevaba una minifalda muy corta
que hacía que desviase constantemente la mirada a su entrepierna. Su hermano se
daba cuenta de ello y eso le daba más satisfacción. Pensó que ese debía ser el año
en el que se decidiría a meterle mano, seguro que ella, por cortesía, no diría
nada. Una vez estuvieron todos sentados, la abuela cogió la mesa y la acercó a
su silla de un tirón haciendo que la mitad de las copas cayesen al suelo.
¡Abuela! Dijeron todos al unísono mientras las gemelas reían y él aprovechaba
para rellenarse la copa hasta los bordes con licor.
-¿Qué ha hecho mi hermana? Hacedme sitio que voy con el
pavo.
Su hermano propinó un bofetón a cada una de las gemelas por
haberse reído de la abuela y éstas
huyeron despavoridas hacia el pasillo tropezando con la tía-abuela Remedios que
andaba sin la ayuda del bastón, puesto que necesitaba las dos manos para portar
la bandeja con el pavo humeante. El pavo cayó al suelo, la tía-abuela sobre él
y enseguida se oyeron sus gritos:
-Mi cadera, estas estúpidas niñas me han vuelto a romper la
cadera. Sabía que no tenía que venir.
Intentaron levantarla, pero sus gritos de dolor les
hicieron desistir.
-Podrías ayudarnos, en lugar de beber tanto- dijo su hermano
mirando hacia el suelo.
Al escucharle se atragantó con el licor, puesto que su
frase le provocó una carcajada en el justo momento en el que estaba tragando.
Su hermano ordenó a las gemelas que permaneciesen al lado
de la tía-abuela (adinerada viuda sin descendencia) mientras él llamaba a
urgencias. Éstas comenzaron a picotear trozos de pavo que asomaban por debajo
de la tía-abuela Remedios. La abuela, harta de su falta de protagonismo y
viendo que las niñas estaban comiendo, exigió a su cuñada que le sirviese su
ración de pavo. Aprovechando su desconcierto le metió mano buscando con los
dedos la textura de sus bragas. Se levantó indignada pegándole un bofetón. Su
hermano se acercó a ellos con cara de odio y cuando pensaba que le iba a dar
otro bofetón comenzó a chillarle a su mujer:
-¡Eres una puta!, siempre con esas faldas para provocar a
depravados como éste.
-Y tú eres un imbécil, no te aguanto ni un minuto más. ¡Que
sepas que estoy embarazada!- contestó ella mientras cogía el bolso y la
chaqueta y abandonaba la casa de la abuela.
Cuando llegaron los del Samur ya había acabado con la
botella de cazalla, se encontraba muy mareado y cansado de reír. Los dos
camilleros subieron a la tía-abuela Remedios a la camilla mientras ella
insultaba a toda la familia:
-¡Hijos de puta! No vais a heredar nada. Sois unos hijos de
puta.
Una carcajada
repentina, más fuerte que todas las anteriores provocó el peor de los
desenlaces: comenzó a vomitar sobre el mantel de seda bordado por su propia
abuela, poniéndolo todo perdido. Cuando pudo parar de reír y de vomitar se
limpió la boca con una servilleta a juego con el mantel y se despidió hasta el
año próximo convencido de que esas serían sus mejores Navidades.
Hola, soy Lluís Llurba, nos hemos conocido en el Facebook, me ha gustado tu escrito.
ResponderEliminarGracias Lluís, me alegra que haya sido así. Un abrazo
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