Una
ligera cojera delataba algún defecto en su pierna izquierda. La observé
mientras pasaba por delante del banco en el que me encontraba sentado;
arrastraba los tacones de dos centímetros de los zapatos haciendo sonar las
piedras del asfalto y dejando un imperceptible rastro. Un bastón de madera con
la empuñadura de marfil le ayudaba a equilibrar su cuerpo cada vez que se
tambaleaba recordando a un hipopótamo y una tortuga al mismo tiempo. La falda
bailaba de izquierda a derecha y el abrigo de pieles le confería un aspecto
demasiado aristocrático, de no ser por los pelos alborotados y anudados de su
cabeza. El olor a perfume caro se esparcía alrededor de ella cinco metros a la
redonda, como un halo luminoso. Se la veía limpia. Imaginé las dificultades que
tendría para asearse cada mañana. Quise pensar que no recibía ningún tipo de
ayuda. Sonaría el despertador, se despertaría maldiciendo sus molestos dolores
verticales y su edad; poco a poco se incorporaría dirigiéndose al baño para
vaciar todo el líquido retenido en la vejiga durante la interminable noche.
Después apoyándose en la pared levantaría una pierna para entrar en la bañera y
comenzar a recibir el purificante chorro de agua caliente. Para finalizar un
giro de la llave enfriaría gradualmente la temperatura del agua devolviendo la tersura
perdida de unos senos ya descolgados. En la cocina, el café con leche y la
tostada de mantequilla y mermelada serían su último ritual antes del paseo
diario. El café caliente y el contacto de la tela raída de la bata con su piel
irían haciéndola entrar en calor. La dolorosa acción de vestirse le haría
maldecir, nuevamente, su edad. Y así comenzaría su paseo por el barrio de
Salamanca hasta la cafetería Santa Bárbara en la que un cognac le haría
recuperar la perdida tensión arterial.
Nunca
me ha mirado, yo sé que sabe que estoy ahí, que viene para verme, igual que yo
a ella. De la misma forma que yo he adivinado sus hábitos ella lo habrá hecho
conmigo, así que sobrarán las explicaciones, como si nos conociésemos de toda
la vida. Ella sabrá –sabe– que rasco mis manos con un cepillo para eliminar
cualquier resto de suciedad, que también uso la misma ropa cada día, que me
gusta acabar la ducha con un chorro de agua fría que encoja mis genitales hasta
hacerlos desaparecer. Meo un líquido que cada día es más rosado. Tomamos el
café sin decirnos una palabra. Yo camino más rápido, por eso llego antes que
ella al banco y la espero.
Hoy
deseo que me mire y que me ofrezca su brazo para que finalicemos el paseo
juntos, pero sé que no ocurrirá. La sujetaría dándole más seguridad que el
bastón. Le contaría lo enamorados que estuvimos, nuestra vida juntos hasta que
se convirtió en ese bebé ultrasenecto –como diría José Emilio Pacheco en Tierra
incógnita– que únicamente me sonríe cuando le doy un beso al acostarnos.
Siento
una presión asfixiante en la vejiga, pero no debo pensar en mí; eso tendrá que
esperar un tiempo.
Me
levanto y la sigo, oliendo ese embriagador perfume, siempre el mismo. Cuando
llegue al final de la calle se sentirá perdida y aceptará mi ayuda para que la
devuelva, entre lágrimas, a su casa.
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