Cuando entré en el bar noté como todos los que se
encontraban metidos en ese tugurio oscuro dejaban de hablar para observar esa
persona extraña que no conocían. Me siguieron con la mirada hasta que llegué a
la barra y permanecieron en silencio hasta que me oyeron pedir un whisky.
Entonces siguieron a lo suyo, cada uno a su copa y su conversación. Me acabé de
un trago el contenido del vaso y, aunque me pareció el destilado más asqueroso
que jamás hubiese probado, le hice un gesto al camarero para que lo rellenase.
Había vuelto a discutir con Héctor. Salí de casa dando un portazo. No tenía
intención de volver allí.
Apuré el segundo trago y llamé al camarero haciéndole un
gesto para que volviese con la botella. El hombre de mediana edad se acercó con
desgana y dejó la botella sobre la barra para que fuese yo quien se sirviese.
Justo a mi lado un viejo que olía a cloroformo me sonreía con descaro. Nadie
parecía darse cuenta de su presencia. Le invité a una copa pensando que de esa
forma me dejaría en paz. Sin embargo acercó su taburete al mío y comenzó a
hablar.
Yo soy escritor, escribo estos pequeños relatos, dijo
mientras sacaba de una bolsa de plástico transparente unos papeles arrugados.
Te lo regalo.
No estaba de humor para seguir su conversación.
Él insistió con su sonrisa en damero que dejaba escapar el
hedor de sus encías piorreicas.
Me quedé uno de los papeles y lo puse junto a la botella.
Llené el vaso y comencé a leer las letras escritas a máquina de ese folio sucio.
El viejo no dejaba de observarme, quizá buscaba mi opinión, pero yo no estaba
para hablar con nadie. ¿Quién te ha hecho eso?, preguntó acercando su vaso
vacío. Lo llenó hasta el borde y, sin derramar una gota, bebió el contenido a
pequeños sorbos. Cuando escuché, con retraso, su pregunta, sentí el dolor de mi
ojo y fui consciente de que no veía nada con él. El hinchazón debía ser
bastante grande.
Seguí leyendo la hoja. «María no estaba dispuesta a aguantar
ninguna agresión más. Cuando llegaba tarde del trabajo discutían y él había
comenzado a dejar escapar la ira y los celos a través de sus puños. La primera
vez que María recibió un puñetazo sintió que su vida se derrumbaba; se sintió
culpable e incluso le pidió perdón. Él se marchó de casa y apareció después de
dos días».
¿Le gusta?, preguntó nuevamente mientras volvía a coger la
botella para llenar su vaso y hacer lo mismo con el mío. Las escribí hace mucho
tiempo. Si ese no le gusta puedo escribir otro, añadió.
Le contesté que estaba bien así y después de dar un trago
largo seguí leyendo. «Ese día todo iba a ser distinto. Cuando él levantó la
mano para asestarle el segundo golpe, María apretó el gatillo una vez. Notó
como todo se detenía; volvió a apretarlo una vez más, y otra. Él salió rebotado
hacia atrás y cayó en el suelo. En pocos segundos un charco de sangre le rodeaba.
María se marchó dando un portazo. Camino durante media hora con el arma en la
mano hasta que recuperó el aliento. Se dio cuenta que la gente se apartaba a su
paso. Entró en el primer bar que vio. El ambiente era sucio, los parroquianos
parecían despojos y notó como todos los que se encontraban metidos en ese
tugurio oscuro dejaban de hablar para observar esa persona extraña que no
conocían. La siguieron con la mirada hasta que llegó a la barra y permanecieron
en silencio hasta que la oyeron pedir un whisky. María dejó la pistola sobre la
barra. Entonces siguieron a lo suyo, cada uno a su copa y su conversación. El
camarero le sirvió sin decir nada.»
¿Otro trago?, parece que le está gustando.
En la calle sonaban sirenas.
Pero lea, lea.
Me palpitaban la sienes, el dolor era cada vez más intenso y
comenzaban a mostrarse las imágenes de Héctor con mayor nitidez. El viejo
hablaba sin parar contándome con precisión quirúrgica un resumen de su vida. El
final estaba cerca, su hígado había dicho basta, pero él no pensaba arrastrase
por las camas de un hospital. Mientras me llenaba el vaso señaló con el dedo el
texto para que siguiera leyendo.
«El camarero dejó la botella a su lado y un viejo harapiento
con un olor del demonio se acercó a María para ofrecerle unos pequeños relatos
que él mismo escribía. A cambio de un trago y algo de conversación el viejo le
entregó una hoja sucia escrita a máquina. María leía las borrosas palabras cada
vez con más atención. La policía había seguido su rastro alertada por los
viandantes. Sonaron sirenas en el exterior de bar y dos policías nacionales
entraron acercándose a la barra. Se disponían a detener a María por presunto
homicidio…»
El viejo saltó del taburete con energía juvenil, se puso
frente a los policías cogiendo el arma, que todavía estaba sobre la barra, y
dijo: Yo maté a Héctor, se lo merecía. Accionó el gatillo y su propia sangre
saltó salpicando la cara de los dos agentes.