Por las mañanas las botas brillantes; ya tendrían tiempo de empañarse y como un agujero negro absorber su alrededor. Como él, absorber el alrededor. Las colinas marrones, despobladas. El polvo incrustándose en cada alveolo. Los vestidos negros, ausencia de cromatismo. Los rostros tapados por barbas largas o carcelarios velos. Las miradas con odio o ausentes. Cuando se alistó en el ejercito únicamente pensaba en huir del pueblo, nunca imaginó que se pudiera encontrar tan solo. Todo lo que ocurría le molestaba. También no verse reflejado en su botas negras, por eso llevaba un paño con el que limpiarlas constantemente. En varias ocasiones este gesto maniático casi le cuesta la vida. Buscaban establecer una paz y un orden en los que nadie creía en Afganistán. Se había cansado del desprecio de los hombres, de las miradas disimuladas de las mujeres y hasta de las tímidas sonrisas de algún niño despistado que todavía se atrevía a jugar a fútbol con ellos. Todos habían recibido con alegría la noticia de que su unidad iba a ser reemplazada por otra menos numerosa. Después de algunos años no habían conseguido mejorar las condiciones de aquella abandonada región. Hacía meses que no podía dormir por las noches, desde que fue asaltado su convoy y varios de sus compañeros explotaron esparciendo trozos de ellos mismos por esos caminos de tierra. Los recogieron, los metieron en una bolsa y los enviaron a España para que recibiesen todos los honores. Desde ese día el miedo se había convertido en compañero inseparable. Su rostro mimético mostraba una barba poblada y negra. Los ojos una tristeza opalina. Su piel el mismo color de esa tierra áspera. Ya no hablaba con nadie. El Sargento quiso enviarle de vuelta al ver que estaba metido en una silenciosa depresión y se negaba a hablar con el médico o con él mismo, pero decidió esperar a que acabase la misión. Únicamente faltaban diez días. Sin esos diez días puede que todo hubiese resultado distinto. Su cabeza fue encorvándose por el peso del excesivo polvo que había respirado. Miraba siempre sus pies, escuchaba el sonido de la tierra al ser aplastado por las suelas de petróleo. Sonreía cada vez que una piedrecita era despedida de un puntapié. El avión Hércules aterrizó sin contratiempos en la base militar de Torrejón. En un par de días disfrutaría de dos meses de descanso. No tenía dónde ir. Nadie con quien disfrutar esas merecidas vacaciones. Ni tan siquiera pensó en llamarme. Yo andaba con algo de preocupación ya que no contestaba mis cartas desde hacía tres meses. Pensé que algo grave debía estar ocurriendo. Me enteré por la prensa de su vuelta. Le llamé por teléfono, pero siempre me atendía la voz metálica del contestador. Sentía la obligación de ayudarle, de la misma forma que él lo había hecho conmigo. Nunca había estado en su pueblo, pero tenía la corazonada, y el deseo, de que se encontrara en él pese a que lo odiaba con todas sus fuerzas. Se trataba de un pueblo minúsculo, así que no me resultaría difícil localizarle. Cómo debía vestirme para la ocasión. Si lo hacía como siempre el pueblo entero me odiaría. Si lo hacía con discreción quizá lo hiciese mi soldadito. El taxista no dejaba de mirarme las piernas por el retrovisor. Estaba segura de que deseaba follarme. Me subí un poco la falda y me acaricié un rato. Ya estábamos llegando y se me había puesto dura. El taxista había dejado de mirar con deseo para hacerlo con odio. Eso me hizo carcajear y a él echarme de su vehículo a falta de dos kilómetros. Anduve por el arcén, atravesé dos rotondas y me adentré por la calle principal. No había nadie, pero tenía la certeza de que miraban tras los cristales de las ventanas. En pocos minutos estaba frente a la iglesia. Tuve el deseo de entrar. También estaba vacía, pero el frescor y el olor a incienso me incitaban a quedarme un rato. Seguía excitada. Me senté en el confesionario para pensar. Una voz, del otro lado, me animó a hablar. Una voz muy familiar, pensé. Un recuerdo que bombeaba hormonas. Imaginé al párroco susurrando obscenidades, llamándome por mi nombre de guerra. También su mano acariciándome en secreto. Dos personas entraron en la iglesia. Era él. Su madre le llevaba cogido del brazo. Qué llevaba puesto. Resultaba ridículo. Ver vestido de comunión a un hombre de casi dos metros chocaba demasiado. Los dos me miraron en el justo momento en que mi orgasmo era evidente. La madre tiró de su brazo haciendo un gesto de asco y desaprobación. Quiero creer que él me reconoció. No lo sé. El párroco, tras la rejilla de madera que le permitía permanecer en el anonimato, me animó a que rezase tres avemarías y volviese la semana próxima. -Sobre todo no te olvides de volver aquí la semana próxima. El perdón de tus pecados depende de ti. Cada semana vengo a ver a mi soldado con la esperanza de que un milagro me lo devuelva.
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El eterno pueblo y el regreso al mismo! Este momento es genial:
ResponderEliminar"Hacía meses que no podía dormir por las noches, desde que fue asaltado su convoy y varios de sus compañeros explotaron esparciendo trozos de ellos mismos por esos caminos de tierra. Los recogieron, los metieron en una bolsa y los enviaron a España para que recibiesen todos los honores."
Gracias Edu, me han dicho en alguna ocasión: implacable con el lector, no das concesiones. Me alegra que te tomes tu tiempo en leer los relatos.
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