¿Puede alguien llegar a imaginar el placer cuasi demiúrgico que
se puede llegar a sentir cuando bajas a correr al viejo cauce del río Turia
(hacer runnig, vocablo que debió inyectar en el vocabulario popular, como
penicilina, algún periodista flemínico) y divisas sobre el puente de La
Trinidad, y sobre ese gigante platanero, la cúpula brillante —aunque no hoy—de
San Pío V ensombrecida por nubes
plomizas que comienzan a dejar caer finas gotas de agua —diminutas partículas
húmedas que se precipitan a un suicidio no decidido— que refrescan tu cara, sin
llegar a mojarla, y que en su camino hacia la desintegración integran pequeñas
partículas de n-octano, briznas de monóxido de carbono, rídiculas colas de
dióxido de azufre, cachitos de óxido
nitroso, fragmentos nanoscópicos de silicatos varios y hasta nebulosas,
atomizadas por las máquinas de limpieza, de escrementos de cánidos?
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