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Entropía. León Gronwicz, 2015 |
Desperté empapado, estaba temblando, deliraba, debía estar
por encima de los cuarenta grados. Me encontraba realmente mal. Mis hijos me
pidieron el desayuno, pero hice como que no les escuchaba. Si no me levantaba y
los llevaba al colegio pronto iban a llamar a su madre.
Pasé la tarde bebiendo gintonics y seguí haciéndolo hasta
pasadas las dos de la mañana en que me despedí de Manuel y fui hasta casa.
Había dejado a Marina a cargo de Joel. Desde que ella cumplió los siete años ha
tenido que ocuparse de su hermano cuando les corresponde estar conmigo.
Debo dejar de hablar en pasado puesto que está ocurriendo
ahora mismo y, de seguir así, crearía más confusión.
Le comunico a Marina que hoy no irán a la escuela. Ella está
en sexto de primaria por lo que podría ir sola; sabe dónde guardo las monedas,
así que podría comprar algo en la panadería de camino al colegio. Sin embargo,
no lo hace. Conoce perfectamente el protocolo del colegio, así que su madre no
tardará en venir hasta aquí para recogerles.
Luisa montará en cólera; sus gritos se oirán en todo el
patio. Será como estar nuevamente juntos. Marina lo sabe. Esa es la razón por
la que no se deshace de las botellas de ginebra sino que cuando se están
acabando baja al badulaque a comprar Beefeater. Alí la conoce hace años y la
mira con ojos tramposos, por eso le vende las botellas arriesgándose a ser
denunciado. Marina deja el obsequio sobre la mesilla de noche; lo hace con
orgullo y animándome a que siga bebiendo.
Los sudores son habituales. Me levanto todos los días a
partir de las doce del mediodía con las sábanas mojadas. Pese a ello no las
cambio. Me gusta el olor a enebro impregnado en el algodón francés. Luisa,
además de gritarme, cambiará las sábanas y tirará lo que quede de la botella
por la pila de la cocina. Amenazará con denunciarme, pero no lo hará. Nunca lo
hace. Marina nos dirá que nos prefiere gritando que separados. Joel, sin
embargo, permanece acurrucado bajo el edredón de su cama de Ikea.
La vida no es sencilla, pienso mientras suena el timbre de
la puerta y Marina se dirige triunfadora y sonriente a recibir a su madre. No
abras –grito desde la cama dándome la vuelta para no ver a Luisa con su hermosa
melena morena dispuesta a comenzar el primer round. Resoplo antes de escuchar
sus palabras. Estoy convencido de que llevará un escote exagerado y minifalda.
Me parece escuchar los primeros gritos, así que cierro los ojos dispuesto a
recibir su primera bocanada. He llegado a contar diez insultos en una frase de
quince palabras. Me propongo retenerlas para llevarlas al papel, pero cuando
intente escribir descubriré que las he vuelto a olvidar.
Tras cinco minutos de amarga perorata intuyo que debe andar
por mi falta de talento en la escritura y por cómo he tirado mi prometedora
carrera a la basura. De nada valdrá que le explique que la ingeniería no es lo
mío. Ni tampoco que intente convencerla de que no volverá a ocurrir.
El último año con Luisa fue un infierno para ella; me hago
cargo. Pero debo añadir en mi defensa que no es fácil verse encerrado con dos
hijos en casa mientras ella sale por las noches a distintas cenas de negocios.
Las largas horas de espera pensando con quién debía estar –fruto de mi enferma
mente– ayudó bastante a que me decidiese por la ginebra como compañera de
imaginarias.
Luisa estira las sábanas para que me levante como hacía mi
madre. Este gesto me produce un placer indescriptible.
Marina asiste a este primer asalto con gesto victorioso.
Todo va conforme ella ha imaginado.
Al sonar la campana ya estamos en la cocina. Las pilas están
llenas de cacharros sucios con restos de comida. Vierte la botella medio llena
de ginebra (quizá sea este el único gesto optimista que detectes en toda la
historia) sobre los platos y tira la botella a la basura.
Grita sin cesar. No son condiciones para unos niños, por no
hablar de los problemas psicológicos que les va a generar ver a su padre en
este estado –dice.
Yo entiendo a Marina porque su madre se pone muy guapa
cuando se enfada.
Nada de lo que diga puede mitigar su enfado. Me acerco a
ella para intentar calmarla, pero Luisa coge un cuchillo y me chilla para que
no me acerque. Marina está exultante. Yo sé que cuando esté muy próximo al
cuerpo tenso de Luisa soltará el cuchillo y se abrazará a mí llorando. Marina
se acercará y nos abrazará también mientras Joel sigue debajo del edredón.
Todo transcurre según los hábitos aprehendidos hasta que
algo falla en la cadena de automatismos. Al principio no acierto a adivinar
cuál es el paso de la secuencia que nos hemos saltado. Marina permanece en la
puerta horrorizada sin acercarse. En ese instante descubro qué ha fallado: no
he escuchado el sonido del cuchillo al golpear sobre el suelo de mármol.