Se acercó silenciosamente. Yo duermo; esto no es del todo
cierto, finjo estar durmiendo. Hace mucho tiempo que no pego ojo. Desde que
averigüé que intentaban asesinarme. Tuve suerte haciéndolo. Me duele la cabeza
desde ese día. Y los huesos. No sé por qué razón quieren hacerlo, pero todas
las noches escucho ruidos que me alertan. Estoy seguro que están dentro, en mi
casa, en la habitación, en mi cabeza. No he llegado a ver a nadie, aunque sólo
tengo que cerrar los ojos para descubrir la silueta del asesino. Si pudiese
elegir preferiría que fuese una mujer.
Hoy he oído una noticia: «se servía carne humana en un
restaurante nigeriano». No me ha impresionado lo más mínimo. Imagino una
generosa cortada de mi tríceps servida con patatas y verduras. Parece ser que
lo averiguaron por los abusivos precios a los que se vendía cada ración.
Siempre se ha dicho que en los alrededores de los restaurantes chinos no hay
gatos; aunque sí que hay personas.
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Fotografía: Sofía Santaclara (www.sofiasantaclara.com) |
Las ventanas permanecen cerradas desde ese día, las
persianas bajadas. Los cristales están sucios, aunque no puedo saberlo, no hay
manera de averiguarlo, de hecho no tiene importancia. Sé que estoy enfermo,
pero no puedo ir al médico. Tengo miedo de lo que pueda decirme y también de
abandonar el piso. Ha entrado en la habitación, lo presiento. Está muy cerca de
mí. Percibo su olor seco y áspero, el mismo aroma que desprende la hoja de
acero del cuchillo cuando deambula con su filo afilado alrededor de la lengua.
El olor de la sangre. No puedo contárselo a nadie porque nadie hay para
escuchar. Por eso he decidido escribirlo todo. Dejar una prueba, un informe
detallado. Se marchará cuando descubra que, como todas las noches, permanezco
despierto, aunque finja estar dormido.
Tampoco sé cuánto tiempo aguantaré. No puedo permanecer toda
la vida despierto. Veo pasar las cucarachas a mi alrededor; dejo que se
acerquen, que paseen por mis manos, que rocen su piel y merodeen por la
comisura de la boca buscando un resto de comida que no encontrarán. Son tan
hermosas. Alguna de ellas asustada al descubrir un movimiento demasiado
controlado desplegará sus alas y huirá. Hará bien porque estoy hambriento.
No es verdad que las noches sean silenciosas, guardan las
mejores y más sutiles melodías: la gota de agua golpeando precisa y
milimétricamente el mismo punto del lavabo, lo que hace que emita siempre la
misma nota, las uñas de un perro rascando con desesperación y desgastando las
baldosas de la vivienda de arriba, el motor de una nevera resoplando
cansinamente todo el calor del verano, el ronroneo de una vieja que cada noche
está en las últimas, el traqueteo del condensador cada vez que alguien enciende
la luz del patio, las carcomas dándose un festín con las patas de la silla de
nogal, las hojas de los árboles llamando tímidamente a la ventana alentadas por
el viento y esos pasos –clap, clap, clap– que no me dejan dormir.
Día tras día los mismos ruidos, las mismas intenciones, los
pasos, el sueño que amenaza con vencerme, la piel pálida, casi transparente,
los músculos débiles como para no sujetar el peso del cuerpo que modelan, la
falta de luz, las siluetas difuminadas de cada objeto de la habitación, la
angustia, el hambre, el sonido de mi propia respiración retumbando como una
tabla de flamenco, el latido hueco que se acelera, sudoración, abrir y cerrar
de los dedos de las manos, grito mudo –clap, clap, clap–, la desnudez del
silencio. Un triste avatar de mí mismo ahogado en su propia saliva.